A esta altura del partido, uno cae en la tentación de creer que todo está escrito. A decir verdad, muchas novelas “de molde” que se publican —y que ganan suculentos premios— abonan esa teoría. Incluso a veces uno cree que las formas en que se escribe este género ya están todas ensayadas. “Otra novela sobre…” u “otra historia de…” que pasan por nuestras vidas sin dejar huella. Eso, hasta que te cae en las manos un hierro caliente con forma de libro, literatura que te agarra de los pelos y te golpea la cabeza una y otra vez contra la pared, mientras te grita, mientras te ruge cosas que ni siquiera estás seguro de querer comprender.
Algo así es lo que puedo decirles, para empezar, de Las niñas perdidas.
Primero la historia: Victoria González, detective que opera en el barcelonés barrio del Raval, recibe el encargo anónimo de averiguar lo que pasó con dos hermanitas perdidas. Una de ellas pronto aparece muerta, vejada y mutilada hasta lo indecible. De la otra no se sabe nada, pero el panorama no es alentador. Hay un pedófilo que es salvajemente asesinado, y hay una película, que el lector nunca llega a “ver” pero que a la fuerza debe imaginar —lo que es infinitamente peor—. Hay un asesino a sueldo duro de coca, y traficantes de todo tipo por los barrios bajos. Entre ellos, y por esos lugares que conoce bien gracias a su vida pasada, debe moverse Victoria. Claro que no está sola: tiene a su ayudante Jesús, un borrachín de pasado dudoso. Y también tiene a su bebé en la panza: Victoria está embarazada de cinco meses. De una nena.
El recorrido de Victoria en esta investigación es tortuoso, un hundirse en los infiernos. La Barcelona que nos presenta como escenario Cristina Fallarás —periodista además de escritora— es profunda, revulsiva y hostil. De todas formas, bien podría cambiar el Raval y poner Lavapiés o San Telmo o el Bajo Flores, pues esta no es una novela para hacer turismo. No es una novela para viajar a otro lado que no sea al mal que se esconde en los hombres, en cualquier calle de cualquier ciudad de un siglo XXI en el que ya todo parece perdido. Siempre más violencia, más locura, más tristeza, más dolor.
Las niñas perdidas ha sido reciente ganadora del premio L’H Confidencial de novela negra. ¿Qué la distingue de todo lo que yo haya leído, publicado recientemente, premiado o no, en este género? Menciono sólo dos cosas. Una: el abordaje de la cuestión de la maternidad. Lejos de contaminar la historia con un sentimentalismo hueco, aquí la maternidad es amor, pero un amor que es rabia, dolor y miedo. Son dos las madres: Adela, la borracha que es despojada de sus dos niñas, y Victoria, la detective futura madre. Puesto que conoce el mundo sucio al que traerá a su hija, puesto que no confía del todo en su propia capacidad —ha sido en un tiempo tan borracha y drogada como Adela—, la apuesta de Victoria es doblemente valiente y valiosa. Dos: la determinación de la autora de barrer con toda corrección política. El lenguaje es brutal, la ciudad y sus habitantes son brutales, y la propia Victoria es brutal. Su costumbre de matar animales (dejando constancia escrita en cortazarianas instrucciones que se intercalan en la trama), para combatir su frustración vale como ejemplo: si el mundo es como en Las niñas perdidas —y yo creo que es— no me extrañaría que algún idiota se ponga en evidencia, rasgándose las vestiduras por el asunto del maltrato animal.
En suma, una novela que, a través de las niñas, y de lo que este mundo desastroso es capaz de hacerles, termina hablándonos de una sola cosa: de nuestro viejo Miedo. Si vos también tenés ahí agazapado el tuyo, ponele el pecho a estas niñas y tratá de no perdértelas. Ojalá te animes, y que algún ejemplar llegue a Buenos Aires (Roca editorial, ¡teléfonooo!).
11/11
Beso y gracias.
ResponderEliminarDe nada, Cristina.
ResponderEliminar¡Gracias a vos!
A