Se despertó. Ella estaba sentada a su lado, fumando un cigarrillo.
—¿Qué estás escuchando? —le preguntó.
—Beethoven. Opus 123.
—¿Esa lúgubre misa? ¡Qué horror!
—¿Le desagradan las misas?
—Afirmativo. Apaga eso.
Se guardó el walkman. ¿Intentaría escapar? ¿Levantarse de un brinco y saltar por la barandilla? ¿Lo alcanzaría ella y lo empujaría al vacío? ¿Qué le iría a pasar? ¡Sin duda, algo espantoso! Los demonios cuando se enfadaban eran unos enemigos terribles…
Pero ella no parecía estar enfadada. Y su perfume no tenía nada de repugnante. Expulsó una bocanada de humo y bostezó.
—¿Realmente es usted una criatura satánica?
—Sí.
—¡Es increíble!
—Si no fuera increíble, no existiría.
—En realidad, ¿qué… qué hace usted exactamente?
—Soy comerciante. Me dedico al trueque de… de bienes personales, digamos.
—¿Quiere usted decir… (bajó el tono de voz) trueque de almas?
Ella murmuró en el mismo tono de voz.
—Eso es.
—¿Se dedica a comprar almas que se condenan por toda la eternidad?
—Cada cual se condena a sí mismo. Yo me ocupo sólo del papeleo.
—¿Era eso lo que hacía en Las Vegas?
—Fundamentalmente. El resto del tiempo era bailarina del Gold Rush Casino con otras veinte chicas.
—Se nota que es usted bailarina.
—En realidad no bailábamos. Íbamos con mallas y plumas en la cabeza y caminábamos de delante a atrás moviendo el culo para dar un toque erótico.
—Enséñeme cómo.
—Vale.
(Marc Behm, “El timo”, Aullidos, Gijón, Semana Negra, 2008, pg 34)
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