La gente que olvida mal suele hacerse daño. Porque los que olvidan mal
dicen la verdad con mentiras, extravían nombres, esconden personas y lugares y
acaban por recordar solo lo bueno.
Cristian es de los que olvidan mal. Por eso, cuando recuerde, la
añorará por mucho que ahora diga que no es más que un chiste malo, una
solterona engreída, una ciudad inventada en un país que no existe.
Al olvidar mal solo recordará aquellos momentos en que Barcelona y él
se llevaban bien. Recordará aquellas trampillas y aquellos toboganes que, de
repente, se abrían bajo sus pies, de noche, en esta ciudad líquida. Recordará
cuando la droga fluía como un río enloquecido y todos reían y consumían y
volvían a reír y a consumir. Recordará motos ruidosas en callejones del Gótico.
Recordará cuando la luna se quedaba atrapada en su vaso de ginebra. Y, sin
embargo, no recordará el frío de febrero. La indiferencia. La arrogancia del
otro superior. No recordará cuando los tipos de gafas de pasta, chaquetas de
piel y socios de ONG se ponían a pasear a sus hijas chinas. Ni cuando las pijas
de cabelleras limpias, forfaits y
corazón estelado ya habían decidido qué ropa ponerse para no parecer muy ricas.
No, nada de eso será recordado por Cristian y, sin embargo, sí la ciudad
desierta, de madrugada, volviendo a casa. La de las calles mojadas. La eterna
derrotada. No la del brazo en alto, no la de las componendas, no la del “parlem?”. Añorará la otra, la de las
sombras en los rincones, la metrópoli anónima, la de los héroes fusilados
contra las paredes, la de las rumbitas y las canciones eléctricas, la de la
noche de Reyes. La Barcelona que pone en marcha las cafeteras al punto de la
mañana. La de las plazas sin agua en las fuentes. La de los mercados sobre sus
lechos de hielo, sangre y peces grises. La de las iglesias vacías, la de las
flores encerradas, sin oxígeno, en tumbas de plástico.
(Carlos Zanón, No llames a casa,
Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 9)
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