Las primeras luces del día se fueron filtrando por una hendija abierta
entre dos paños del cortinado. Primero, anaranjadas y planas. Después, cada vez
más blancas y oblicuas. Unas redefinieron las siluetas de las sombras que lo
habían rodeado toda la noche y le dieron el aspecto tranquilizador de lo
ordinario. Otras trajeron el ruido; en los pasillos, afuera. Se puso a hacer flexiones
junto a la cama. Una hora sin parar, arriba, abajo, arriba, abajo, los brazos
como pistones. La mente tricionera enfocada en ese ejercicio purificador que le
borraba los miedos. Se arrancó el sudor con una ducha y bajó cerca de las
nueve. Le pareció que las mucamas y el conserje de la mañana —sin tanta piel
colgando en la cara— lo saludaban con una cortesía exagerada. Como si la
historia del huésped que llega a medianoche pálido como un cadáver y se pone a
repartir billetes hubiera sido la gran comidilla del personal del hotel.
Desayunó bien: café negro, un jugo de naranja, tostadas con queso crema, fruta.
Paró un taxi en la puerta y fue hacia su departamento. Se cambió, puso ropa
limpia en el bolso, la estilográfica, fichas en blanco y la carpeta que le
había dado Laura Dillon. Volvió al hotel. Llamó a Villán y lo citó a las once
en la confitería de al lado.
(Horacio Convertini, La soledaddel mal, Villa María, Eduvim, 2012, pg 71)
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