viernes, 23 de noviembre de 2012

Un hotel en Avenida de Mayo, de mañana


Las primeras luces del día se fueron filtrando por una hendija abierta entre dos paños del cortinado. Primero, anaranjadas y planas. Después, cada vez más blancas y oblicuas. Unas redefinieron las siluetas de las sombras que lo habían rodeado toda la noche y le dieron el aspecto tranquilizador de lo ordinario. Otras trajeron el ruido; en los pasillos, afuera. Se puso a hacer flexiones junto a la cama. Una hora sin parar, arriba, abajo, arriba, abajo, los brazos como pistones. La mente tricionera enfocada en ese ejercicio purificador que le borraba los miedos. Se arrancó el sudor con una ducha y bajó cerca de las nueve. Le pareció que las mucamas y el conserje de la mañana —sin tanta piel colgando en la cara— lo saludaban con una cortesía exagerada. Como si la historia del huésped que llega a medianoche pálido como un cadáver y se pone a repartir billetes hubiera sido la gran comidilla del personal del hotel. Desayunó bien: café negro, un jugo de naranja, tostadas con queso crema, fruta. Paró un taxi en la puerta y fue hacia su departamento. Se cambió, puso ropa limpia en el bolso, la estilográfica, fichas en blanco y la carpeta que le había dado Laura Dillon. Volvió al hotel. Llamó a Villán y lo citó a las once en la confitería de al lado.

(Horacio Convertini, La soledaddel mal, Villa María, Eduvim, 2012, pg 71)

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