Le habló de un territorio en el que la soledad dolía. Una cárcel de
paredes invisibles de la que él no podía salir y a la que nadie podía entrar.
Excepto ella, Laura Dillon. De alguna manera había logrado traspasar las
barreras que lo habían mantenido aislado toda su vida. Y creyó en la
posibilidad de una liberación. Una liberación, claro está, que no implicaba
salir al exterior, donde no existía nada que pudiera interesarle, sino más bien
el albur de compartir el interior.
—A veces, Laura, veo algo de usted en mí.
Báez Ayala se llevó la mano derecha a la espalda, en un movimiento
lento y ampuloso. La mirada se le había perlado con un sentimiento chirle que
parecía desmentir la dureza de sus facciones.
—Usted es la única persona que puede ayudarme.
Sacó la pistola que tenía encajada en la cintura del pantalón son la
punta de los dedos. Y la extendió hacia ella, el arma ahora en la palma de la
mano como si fuera un pájaro muerto.
—Todo es tan difícil, Laura.
(Horacio Convertini, La soledaddel mal, Villa María, Eduvim, 2012, pg 137)
Qué bueno...
ResponderEliminar¡Saludos! http://palabrasqueformanrelatos.blogspot.com.es/
Gracias por la visita, Paloma.
ResponderEliminarSaludos desde Buenos Aires.
A