La soledad del mal, Horacio Convertini
Dice Wikipedia que
un “asesino en serie es una persona que asesina a tres o más personas en un
lapso de treinta días o más, dejando un periodo de «enfriamiento» entre cada
asesinato, y cuya motivación se basa en la gratificación psicológica que le proporciona dicho acto”. El potente término “serial killer” fue acuñado por el agente del FBI Robert Ressler, en
los años 70. Aliméntese con ese concepto y con unos cuantos casos famosos a la
inefable maquinaria yanqui de “convertir-todo-en-pop” y se obtendrá la amplia galería
de psicópatas de ficción que todos conocemos del cine y la literatura. Desde
Hannibal Lecter a Patrick Bateman a Dexter o a quienquiera que sea hoy el “serial killer – best seller” del
momento.
Me arriesgo a
generar polémica —¿saltarán a mi cuello los cronistas expertos?— si digo que en
la Argentina no tenemos una tradición de asesinos seriales que cumplan los
requisitos de los profilers del FBI. Pongamos
que tal vez el Petiso Orejudo se acerque a la idea, pero no mucho más. Desde
luego, sí hay asesinos múltiples, de los que la crónica policial se ha ocupado
muchas veces y bien. Pero de serial
killers, asesinos seriales como los entendemos hoy, poco y nada. Por lo
tanto, no llama la atención que en nuestra literatura tampoco vivan muchos
personajes con ese perfil.
Hasta que aparece
Báez Ayala.
Báez Ayala es un
asesino serial. No, no, tranquilos que no estoy contando el final de la
historia. Esto el lector lo sabe casi desde el comienzo de La soledad del mal, la novela de la que Báez Ayala, el asesino
serial, es protagonista. El hombre vive solo, sin apremios económicos por ser
heredero de una fortuna. No se le conoce un trabajo. Es un tipo metódico que
hace ejercicios al levantarse, y que toma prolijas notas acerca de sus futuras
víctimas. La primera que conocemos es Valeria, la profesora de inglés que vive
en el departamento de al lado. La escucha, la espía, la analiza, la imagina. Y,
finalmente, la ahorca con un cable de acero.
El otro personaje
de esta historia es Laura Dillon. Amiga y expareja de Valeria, está empeñada en
averiguar qué pasó con ella. Sus cañones apuntan a Walter Ortellao, un artista
berreta y maltratador que tuvo una relación con la víctima. En su empeño por
averiguar la verdad se le ocurre entrevistar al vecino de Valeria, ver si
escuchó algo raro, si puede identificar una voz de las que sonaron esa noche al
otro lado de la pared.
El encuentro entre
Laura y Báez Ayala es el nudo de esta historia, el verdadero conflicto. Porque
Báez Ayala, de quien conocemos su terrorífico pasado, ha encontrado en el
asesinato un mecanismo para mantener a raya a todos esos fantasmas que lo
vuelven loco desde siempre. Ha adoptado el asesinato como una forma de terapia.
Y, aunque sigue siendo un alma torturada y sufriente y maligna, podría decirse
que la terapia le funciona bastante bien: no es un antisocial. Logra
mimetizarse. Es otra cara anónima en la indolente Buenos Aires. Hasta que
aparece Laura y le pregunta por Valeria. Sin acusarlo, pero sacudiéndolo. Báez
Ayala intenta desentrañar a esa mujer, entrarle con sus mil trucos de seductor
—¿cómo que seductor no está en la
definición de serial killer del
FBI?—, sin éxito: lo que encuentra en ella es a la vez muro impenetrable y
espejo: “A veces, Laura, veo algo de usted en mí”, le dice.
El autor estructura
su novela apoyándose alternativamente en los puntos de vista de Laura y de Báez
Ayala. En paralelo al relato lineal del presente, la visita a episodios del
pasado de ambos personajes permite al lector adentrarse en sus psicologías, en
especial en la del asesino. El estilo depurado, sin florituras innecesarias,
respetuoso del lector, trabaja eficazamente en la construcción de ese universo
oscuro que hay en la cabeza de un sujeto como Báez Ayala. La suma de aciertos
resulta en un viaje tan atrapante como aterrador al interior de este psycho killer, si no el primero el más
reciente de la literatura policial argentina.
Con La soledad del mal el periodista y
escritor Horacio Convertini —“concursero nato”, según se ha definido él mismo— ganó
el Primer Premio del Concurso Internacional Azabache de novela negra y policial,
en su edición 2012. La jerarquía del jurado —Guillermo Orsi, Leonardo Oyola y
Lucio Yudicello— justificaba la expectativa con la que este texto era esperado
por quienes seguimos la producción del género en nuestro país. En mi caso,
puedo decir que la expectativa resultó satisfecha con creces con esta historia
tan entretenida como inquietante.
10/12
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