domingo, 18 de noviembre de 2012

Comedor social


Su paso por el comedor social le ha dejado una sensación extraña. La de abandonar la ciudad minutos antes de que entren en ella los bárbaros. De que la población diezmada, envejecida y derrotada se queda atrás y él sale en el momento preciso. Porque no es que estén los de siempre, las personas solas, los tarados, los inmigrantes, los deshauciados, los abueletes enloquecidos, las viejas con mocos, dignidad y abrigos limpios pero viejísimos. No, esos están, claro que están, multiplicados por diez. Sino que además se ve a otros, a los que estaban del otro lado hasta hacía apenas nada. Familias enteras que han perdido el trabajo y la esperanza, con esa carita de no entender qué ha pasado y por qué y en dónde están quienes eran. Familias que han perdido su casa por no poder pagarla. Que se han de mezclar con la chusma que antes solo veía en el salón de su hogar, dentro del televisor. Cristian no entiende a la gente. Por qué es tan jodidamente mansa. Por qué no afila los cuchillos y marcha hacia la parte de arriba de la ciudad. Por qué no entra en el Parlament, en los bancos, en las grandes empresas, en los platós de televisión, en las canchas de fútbol y pasa a todo dios a cuchillo. Por qué no roba ni saquea ni mata ni destroza el mundo a su alrededor. Por qué, al contrario, baja la vista, hace cola, pide la vez y sigue, mansa y vencida, la hilera de los fusilados, queriendo ser siempre la tela con la que se cosen los ricos y los poderosos, la silla donde dejan sus culos y sus pedos.

(Carlos Zanón, No llames a casa, Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 243)

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