Su paso por el comedor social le ha dejado una sensación extraña. La de
abandonar la ciudad minutos antes de que entren en ella los bárbaros. De que la
población diezmada, envejecida y derrotada se queda atrás y él sale en el
momento preciso. Porque no es que estén los de siempre, las personas solas, los
tarados, los inmigrantes, los deshauciados, los abueletes enloquecidos, las
viejas con mocos, dignidad y abrigos limpios pero viejísimos. No, esos están,
claro que están, multiplicados por diez. Sino que además se ve a otros, a los
que estaban del otro lado hasta hacía apenas nada. Familias enteras que han
perdido el trabajo y la esperanza, con esa carita de no entender qué ha pasado
y por qué y en dónde están quienes eran. Familias que han perdido su casa por
no poder pagarla. Que se han de mezclar con la chusma que antes solo veía en el
salón de su hogar, dentro del televisor. Cristian no entiende a la gente. Por
qué es tan jodidamente mansa. Por qué no afila los cuchillos y marcha hacia la
parte de arriba de la ciudad. Por qué no entra en el Parlament, en los bancos,
en las grandes empresas, en los platós de televisión, en las canchas de fútbol
y pasa a todo dios a cuchillo. Por qué no roba ni saquea ni mata ni destroza el
mundo a su alrededor. Por qué, al contrario, baja la vista, hace cola, pide la
vez y sigue, mansa y vencida, la hilera de los fusilados, queriendo ser siempre
la tela con la que se cosen los ricos y los poderosos, la silla donde dejan sus
culos y sus pedos.
(Carlos Zanón, No llames a casa,
Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 243)
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