Esos andares desde la rampa de salida del metro de Maragall delatan a
Bruno. Raquel apura de su Nobel light. Exhibe largas uñas pintadas y pose de
señora ofendida. El pelo, aún mojado, le huele bien. La droga le ha ido
consumiendo los pómulos, pero sobre ellos aún queda un risco sobre el que
apoyar las gafas. Amplias, negras, tremendas. Ha pedido té con leche. Endulzado
con un sobre de azúcar. Lleva puesta una coraza. Una coraza cubriendo a una
cobra. Le gusta la imagen que se le ha iluminado en la cabeza. Y las cobras no
le dan vueltas al ataque, ¿verdad? Se lanzan al cuello al primer descuido. O
quizá sí, sí que piensan, pero ¿quién coño sabe qué tiene en la cabeza una
cobra, además de veneno? Igual no tiene nada. Solo veneno e instinto de matar.
¿Para qué quiere más una cobra?
Por la cara de Bruno, no puede desprenderse si ha ido bien o mal el
intercambio. Está cruzando en rojo. Sin mirar a los lados. Como siempre. Como
un imbécil. Como un superhéroe.
—Ojalá le atropellase un camión.
(Carlos Zanón, No llames a casa,
Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 25)
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