Como en el
llamado de la selva, los perros comenzaron a ladrar compulsivamente. Uno de
ellos aullaba.
Aullaba.
Y la noche
se quebraba con esos rugidos, con esos estertores de animales desgraciados.
—Synové d’ábla —soltó la madre y salió
nerviosa para el patio.
Se oyeron
ruidos de cadenas mezclados con insultos en checo; hijos del demonio, hijos de
Lucifer, hijos del demonio, de Lucifer. Malditos. Y enseguida las quejas
hirientes de los perros: agudas y repetidas y dolientes según el ruido metálico
impactaba sobre sus lomos.
Al
regresar a la cocina madre y hermana cruzaron sus miradas un instante: brotaba
el fuego de lo que ya está escrito, de lo que ya sucedió, de las noches
somnolientas de febrero en el sur del mundo.
—Vamos
—dijo la madre.
Y no
volvió a pronunciar palabra hasta que una hora más tarde, las dos, con esfuerzo
y sudor, movieron la piedra circular que cubría la boca del aljibe viejo.
(Marcelo
Luján, Moravia, Barcelona, El Aleph
Editores, 2012, pg 129)
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