La
chiquilla de Macapá se llamaba Dorinha, María Dolores. Dorinha, dolor pequeño,
dolorcito. Así la llamaba yo.
“Dolorcito,
me voy.”
“¿Puedo
irme contigo?”
“Volveré.”
“¿Lo
juras?”
Los
juramentos no valen nada. Los míos, menos aún.
“Lo juro.”
Yo viajaba
con poco equipaje. Una bolsa de colgar y una maleta de nailon. Dolorcito cargó
con la maleta hasta el muelle Mosqueiro Soure. La bolsa, yo no la dejaba jamás.
No podía, claro; sería un error.
En el
muelle había centenares de personas cargando un montón de equipajes, bombonas
de gas, colchones, muebles, sacos de comida. El Pedro Teixeira tenía primera clase, para cien pasajeros, y tercera.
Yo había conseguido uno de los escasos camarotes de dos plazas. Una de ellas la
había bloqueado. Yo no quiero viajar con nadie. La mayoría de los camarotes de
primera tenían cuatro literas, ocupadas generalmente por personas que no se
conocían. Sólo dos camarotes, llamados de lujo, tenían baño propio y aire
acondicionado. Los demás pasajeros usaban los baños comunes.
Mi
camarote era el 30, y quedaba a estribor.
“No dejes
de escribirme”, dijo Dorinha.
“Adiós,
Dolorcito”, dije, besándola en la cara.
Por el
altavoz colocado en el muelle anunciaron que los pasajeros de tercera podían
embarcar ya. Corrieron hacia el combés de popa y armaron sus hamacas.
Las
colocaban unas sobre otras, tocándose, en una maraña que parecía algo inventado
por la naturaleza, una flor del fondo del mar. Una red de redes que no podía
haber sido planeada ni creada por ningún arquitecto o ingeniero, sino que
brotó, en sólo media hora, del ansia y las necesidades de la gente.
(Rubem
Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA
libros, 2011, pg 64)
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