sábado, 8 de septiembre de 2012

Adiós, Dolorcito (una flor del fondo del mar)


La chiquilla de Macapá se llamaba Dorinha, María Dolores. Dorinha, dolor pequeño, dolorcito. Así la llamaba yo.
“Dolorcito, me voy.”
“¿Puedo irme contigo?”
“Volveré.”
“¿Lo juras?”
Los juramentos no valen nada. Los míos, menos aún.
“Lo juro.”
Yo viajaba con poco equipaje. Una bolsa de colgar y una maleta de nailon. Dolorcito cargó con la maleta hasta el muelle Mosqueiro Soure. La bolsa, yo no la dejaba jamás. No podía, claro; sería un error.
En el muelle había centenares de personas cargando un montón de equipajes, bombonas de gas, colchones, muebles, sacos de comida. El Pedro Teixeira tenía primera clase, para cien pasajeros, y tercera. Yo había conseguido uno de los escasos camarotes de dos plazas. Una de ellas la había bloqueado. Yo no quiero viajar con nadie. La mayoría de los camarotes de primera tenían cuatro literas, ocupadas generalmente por personas que no se conocían. Sólo dos camarotes, llamados de lujo, tenían baño propio y aire acondicionado. Los demás pasajeros usaban los baños comunes.
Mi camarote era el 30, y quedaba a estribor.
“No dejes de escribirme”, dijo Dorinha.
“Adiós, Dolorcito”, dije, besándola en la cara.
Por el altavoz colocado en el muelle anunciaron que los pasajeros de tercera podían embarcar ya. Corrieron hacia el combés de popa y armaron sus hamacas.
Las colocaban unas sobre otras, tocándose, en una maraña que parecía algo inventado por la naturaleza, una flor del fondo del mar. Una red de redes que no podía haber sido planeada ni creada por ningún arquitecto o ingeniero, sino que brotó, en sólo media hora, del ansia y las necesidades de la gente.

(Rubem Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA libros, 2011, pg 64)

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