Regresé al cubículo y desconecté
el ordenador. Volví al vestíbulo de la entrada y fui apagando todas las luces
mientras lo dejaba todo limpio y ordenado. Probé las llaves de Doll en la
puerta principal, encontré la que iba bien y la sujeté en el puño. Retrocedí
hasta la alarma.
Desde luego confiaban en Doll
para que cerrara, lo cual significaba que sabía conectar la alarma. Seguro que
Duke también lo hacía de vez en cuando. Y naturalmente Beck. Probablemente
también algún empleado. Un montón de gente. A alguno le fallaría la memoria.
Observé el tablón de anuncios junto a la alarma. Pasé los dedos entre las notas
prendidas en grupos de tres. Encontré un código de cuatro dígitos escrito en la
parte inferior de una nota del ayuntamiento de hacía dos años sobre nuevas
normas de aparcamiento. Lo introduje en el teclado numérico. El piloto rojo
empezó a destellar y la caja a pitar. Sonreí. Nunca falla. Siempre hay alguien
que anota en un papel contraseñas de ordenadores, números privados, códigos de
alarmas.
(Lee
Child, El inductor, Barcelona, Ediciones
B, 2004)
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