Yo jugaba
con las blancas y avanzaba el alfil en fianqueto. Berta preparaba un fuerte
centro de peones.
Aquí el
despacho del doctor Paulo Mendes, dijo mi voz en la grabadora del teléfono
dando a quien llamaba treinta segundos para dejar su mensaje. El individuo
aquel decía llamarse Cavalcante Méier, como si hubiera un guión entre los dos
apellidos, y que estaban intentando complicarlo en un crimen, pero —tlec— los
treinta segundos se acabaron antes de que pudiera terminar de decir lo que
quería.
Siempre
llama la gente cuando uno está en lo más duro de la partida, dijo Berta.
Bebíamos un vino de Faísca.
El tipo
volvió a marcar pidiendo que le llamara yo a su casa. Un teléfono de la zona
sur. Se puso una voz vieja, una voz reverencial, como si estuviera acostumbrada
a aquel tono. Era el mayordomo. Fue a llamar al médico.
Hay un
mayordomo en la historia. Ya sé quién es el asesino. Pero a Berta no le hizo
gracia. Aparte de su afición al ajedrez, todo lo tomaba en serio.
Reconocí
la voz de la cinta: lo que tengo que decirle es algo muy personal. ¿Puedo pasar
por su despacho?
Estoy en
casa, dije, y le di la dirección.
(Rubem
Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA
libros, 2011, pg 85)
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