Clifton tomó la escopeta de
cañones recortados y se la puso bajo el brazo. Los dos salieron de la cocina.
En la sala había otra lámpara de petróleo, un sofá muy viejo y lleno de
agujeros por donde se le salía el relleno, y dos sillones todavía más viejos
que parecían estar a punto de hundirse cuando uno se sentara en ellos.
Había también un piano. “El
mismo piano de antes”, pensó Eddie mirando el maltrecho instrumento con su
aspecto fantasmal bajo la pálida y amarillenta claridad. El teclado, gastado
por el paso del tiempo, parecía una dentadura careada y torcida, ya que el
marfil se había desprendido de algunos lugares. Miraba el piano sin darse
cuenta de que Clifton lo miraba a él. Se acercá al teclado y alargó una mano.
Pero algo la retuvo. La volvió a meter bajo el gabán y tanteó el grosor del
revólver que llevaba en el bolsilo de la chaqueta.
“¿Qué importa? —se preguntó
volviendo a la realidad y a lo que esta representaba—. Te quitan un piano y te
dan un revólver. Quieres tocar música y, a juzgar por lo que está ocurriendo,la
música se ha acabado para ti. Se ha acabado para siempre. A partir de ahora,
solo cuanta esto… el revólver”.
Sacó el treinta y ocho del
bolsillo. Lo hizo de un modo fácil y suave y lo esgrimió con decisión.
Oyó como Clifton le decía:
—Ahora ha estado bien. Empiezas
a aprender.
(David
Goodis, Disparen sobre el pianista,
Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 188)
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