—Duke ha muerto —observó.
—Lo lamento.
—Lo conocía desde hacía mucho
tiempo —añadió.
No respondí.
—Tendrá que hacerse cargo usted
—prosiguió—. Necesito a alguien ahora mismo. Alguien en quien poder confiar. Y
hasta ahora usted lo ha hecho bien.
—¿Un ascenso?
—Está capacitado.
—Jefe de seguridad.
—Al menos con carácter temporal
—precisó—. Pero si quiere, fijo.
—No sé —dije.
—Recuerde lo que sé. Usted está
en mis manos, me pertenece.
Permanecí en silencio durante un
par de kilómetros.
—¿Me va a pagar algo pronto?
—Cobrará sus cinco mil además de
lo que ganaba Duke.
—Necesito información —dije—. De
lo contrario no podré ayudarle.
Asintió.
—Mañana. Hablaremos mañana.
Y se quedó callado otra vez.
Cuando volví a mirarle, iba profundamente dormido. Alguna suerte de reacción
ante el shock.Pensaría que su mundo se estaba desmoronando. Me esforcé en
seguir despierto y mantener el coche en la carretera. Recordé libros que había
leído sobre el ejército británico en la India, durante el Raj, en el punto
álgido del imperio. Los alféreces jóvenes tenían su propio comedor. Comían
juntos luciendo espléndidos uniformes de gala y hablaban sobre sus
posibilidades de ascenso. Sin embargo, no tenían ninguna a menos que muriera un
oficial de rango superior. La norma era esperar a que la palmara alguien para
ocupar su puesto. Así que levantaban las copas de cristal de excelente vino
francés y brindaban por las guerras sangrientas y las enfermedades fatales,
pues sólo si se producía una desgracia podían ascender en la cadena de mando.
Cruel, pero así ha sido siempre entre los militares.
(Lee
Child, El inductor, Barcelona, Ediciones
B, 2004)
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