En la
puerta de la calle, una dentadura enorme; debajo, escrito, Dr. Carvalho,
Dentista. En la sala de espera vacía, un cartel, Espere, por favor, el doctor
está atendiendo a un cliente.
Esperé
media hora, con la muela rabiando. La puerta se abrió y apareció una mujer
acompañada de un tipo grandón, de unos cuarenta años, con bata blanca.
Entré en
el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al pescuezo una
servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás me dolía mucho.
Él miró con un espejito y preguntó por qué había descuidado la boca de aquella
manera.
Como para
partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.
Voy a
tener que arrancársela, dijo, le quedan ya pocos dientes, y si no hacemos un
tratamiento rápido los va a perder todos, hasta éstos –y dio un golpecito
sonoro en los de delante.
Una
inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la punta del botador:
la raíz está podrida, ¿ve?, dijo como al desgaire. Son cuatrocientos cruceiros.
De risa.
Ni hablar, dije.
¿Ni
hablar, qué?
Que no
tengo los cuatrocientos cruceiros. Me encaminé hacia la puerta.
Me cerró
el paso con el cuerpo. Será mejor que pague, dijo. Era un tipo alto, manos
grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi
pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los
comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los
médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos
ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita
de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba? Se
quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revolver empecé a aliviar
mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la
emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones; daban contra
la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más,
hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias
veces pareció a punto de saltar sobre mi, me hubiera gustado que lo hiciera,
para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.
¡No pago
nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quien cobra!
Le pegué
un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijoputa.
(Rubem
Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA
libros, 2011, pg 155)
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