jueves, 6 de septiembre de 2012

Ahora soy yo quien cobra


En la puerta de la calle, una dentadura enorme; debajo, escrito, Dr. Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacía, un cartel, Espere, por favor, el doctor está atendiendo a un cliente.
Esperé media hora, con la muela rabiando. La puerta se abrió y apareció una mujer acompañada de un tipo grandón, de unos cuarenta años, con bata blanca.
Entré en el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás me dolía mucho. Él miró con un espejito y preguntó por qué había descuidado la boca de aquella manera.
Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.
Voy a tener que arrancársela, dijo, le quedan ya pocos dientes, y si no hacemos un tratamiento rápido los va a perder todos, hasta éstos –y dio un golpecito sonoro en los de delante.
Una inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la punta del botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo como al desgaire. Son cuatrocientos cruceiros.
De risa. Ni hablar, dije.
¿Ni hablar, qué?
Que no tengo los cuatrocientos cruceiros. Me encaminé hacia la puerta.
Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pague, dijo. Era un tipo alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba? Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revolver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mi, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.
¡No pago nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quien cobra!
Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijoputa.

(Rubem Fonseca, El cobrador, Barcelona, RBA libros, 2011, pg 155)

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