Plyne miró a Eddie. Todo lo que
pudo ver fue a un músico de treinta dólares a la semana, sentado ante un
desvencijado piano; un don nadie de mirada sumisa y hablar cansino cuyas
ambiciones y obejtivos equivalían, excatamente, a cero, y que llevaba tres años
trabajando allí sin pedir, ni siquiera insinuar, que le subieran el sueldo. Que
no se quejaba jamás cuando las propinas andaban escasas ni hacía ascos a nada,
incluso cuando le ordenaban que ayudara a colocar las sillas y las mesas a la
hora del cierre, que retirara la basura o que barriera el suelo.
La mirada de Plyne se fijó en
él, estudiándole a fondo. Tres años en los que, aparte de la música que
interpretó, su presencia en el Hut no significó nada. Venía a ser como si el
piano se tocara solo. Al margen de cuanto ocurriera en las mesas o la barra, el
pianista vivía aislado sin fijarse en nada. De espaldas al público y la mirada
en el teclado, se contentaba con un sueldo misérrimo y vestía como un pobre.
Fascinado ante aquel ejemplo de indiferencia, Plyne decidió que era digno de
pena por su falta de agallas. Incluso su sonrisa era neutral. Jamás la dirigía
a ninguna mujer, sino que se perdía más allá de cualquier objetivo tangible,
lejos del campo de batalla. Plyne se preguntaba qué debía de pensar aquel
hombre de semejante entorno. Pero desde luego, no hubo respuesta; ni siquiera el
más leve indicio.
(David
Goodis, Disparen sobre el pianista,
Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 36)
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