viernes, 31 de agosto de 2012

El presidente del Banco Santander


—¿Te gustaría ganar algo de pasta? —le pregunté ante su sorpresa.
—¿Cuánto? —preguntó, manteniendo sus brazos cruzados.
—Doce mil euros.
Soltó sus brazos, se echó uno de ellos a un bolsillo y me alumbró a los ojos con la linterna.
—¿Y cómo será eso?
—¿Puedo sentarme de nuevo? —le pregunté.
Me invitó a ello con un gesto y volví a la butaca, junto a la estufa. Recogí la manta del suelo y me arropé.
—Haré café —dijo, marchando hacia la cocina.
Mientras lo hacía no quise reprimir el sueño e intenté dormir unos minutos recostado sobre la butaca. Pero volvió al poco tiempo. Traía una bandeja con un termo de café, leche, azúcar y un par de vasos. Se sentó y sirvió.
—Gracias —le dije.
—Ahórratelas y sigue hablando.
—¿Puedes decirme tu nombre? —le pregunté.
—No hasta que sepa si lo que me ofreces me interesa.
—De acuerdo —dije, para sorber seguido un café que, pese al termo, estaba frío.
—¿En qué trabajas? —le pregunté.
—Soy presidente del Banco Santander, y como hagas una pregunta más te largas.
Aquel piso olía a fracaso. Ambos estábamos cansados y eso nos hacía un poco más peligrosos. En nuestro estado, incluso en ocasiones se nos podría haber pasado por la cabeza la idea de algunos años en la cárcel; luz, calefacción, agua caliente, selfservice, biblioteca y fonoteca. Y todo ello sin tener que pensar en el día siguiente hasta completar diez años, o quince, una cantidad razonable. Tal vez él ya la conociera, la cárcel. Siendo así, ¿por qué no arriesgarse a obtener un buen beneficio si las consecuencias de un fracaso nos parecían ya un premio? ¿Por qué no lanzarle de nuevo otra pregunta antes de contarle de qué iba aquello?
—¿Has matado alguna vez a alguien?

(Willy Uribe, Sé que mi padre decía, Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 82)

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