—¿Te gustaría ganar algo de
pasta? —le pregunté ante su sorpresa.
—¿Cuánto? —preguntó, manteniendo
sus brazos cruzados.
—Doce mil euros.
Soltó sus brazos, se echó uno de
ellos a un bolsillo y me alumbró a los ojos con la linterna.
—¿Y cómo será eso?
—¿Puedo sentarme de nuevo? —le
pregunté.
Me invitó a ello con un gesto y
volví a la butaca, junto a la estufa. Recogí la manta del suelo y me arropé.
—Haré café —dijo, marchando
hacia la cocina.
Mientras lo hacía no quise
reprimir el sueño e intenté dormir unos minutos recostado sobre la butaca. Pero
volvió al poco tiempo. Traía una bandeja con un termo de café, leche, azúcar y
un par de vasos. Se sentó y sirvió.
—Gracias —le dije.
—Ahórratelas y sigue hablando.
—¿Puedes decirme tu nombre? —le
pregunté.
—No hasta que sepa si lo que me
ofreces me interesa.
—De acuerdo —dije, para sorber
seguido un café que, pese al termo, estaba frío.
—¿En qué trabajas? —le pregunté.
—Soy presidente del Banco
Santander, y como hagas una pregunta más te largas.
Aquel piso olía a fracaso. Ambos
estábamos cansados y eso nos hacía un poco más peligrosos. En nuestro estado,
incluso en ocasiones se nos podría haber pasado por la cabeza la idea de
algunos años en la cárcel; luz, calefacción, agua caliente, selfservice,
biblioteca y fonoteca. Y todo ello sin tener que pensar en el día siguiente
hasta completar diez años, o quince, una cantidad razonable. Tal vez él ya la
conociera, la cárcel. Siendo así, ¿por qué no arriesgarse a obtener un buen
beneficio si las consecuencias de un fracaso nos parecían ya un premio? ¿Por
qué no lanzarle de nuevo otra pregunta antes de contarle de qué iba aquello?
—¿Has matado alguna vez a
alguien?
(Willy
Uribe, Sé que mi padre decía,
Barcelona, Los libros del lince, 2012, pg 82)
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