—No pienso seguir con esta mierda.
Mike Collette me ofreció un empleo en su agencia de transportes y voy a
aceptarlo.
—¿Lo dices en serio?
—¿Sabes qué ocurre, nena? —miré
hacia la caravana—. Cuando empiezas con esto, piensas que solo te afectarán las
cosas realmente graves: aquel crío de la bañera, en el noventa y ocho, lo que
ocurrió en el bar de Gerry Glynn, joder, aquel búnker en Plymouth…—respiré
hondo y solté el aire lentamente—. Pero no se trata de esos momentos, sino de
los insignificantes. Lo que me deprime no es que la gente se mate por un millón
de dólares, sino que lo hagan por diez pavos. A esta altura me importa una
mierda si la mujer de Fulano le pone los cuernos, pues probablemente se lo
merece. ¿Y todas esas compañías de seguros? Les ayudo a probar que un tío se ha
inventado la lesión del cuello y ellos se deshacen de la mitad del vecindario
cuando llega la recesión. Durante esto últimos tres años, todas las mañanas,
cuendo me siento en el extremo del colchón para ponerme los zapatos, me entran
ganas de volverme a meter en la cama. No quiero salir a la calle para hacer lo
que hago.
—Pero has hecho mucho bien. Eres
consciente de ello, ¿no?
—Pues no.
(Dennis
Lehane, La última causa perdida,
Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 303)
muy bueno
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