viernes, 3 de agosto de 2012

El adiós de un detective


—No pienso seguir con esta mierda. Mike Collette me ofreció un empleo en su agencia de transportes y voy a aceptarlo.
—¿Lo dices en serio?
—¿Sabes qué ocurre, nena? —miré hacia la caravana—. Cuando empiezas con esto, piensas que solo te afectarán las cosas realmente graves: aquel crío de la bañera, en el noventa y ocho, lo que ocurrió en el bar de Gerry Glynn, joder, aquel búnker en Plymouth…—respiré hondo y solté el aire lentamente—. Pero no se trata de esos momentos, sino de los insignificantes. Lo que me deprime no es que la gente se mate por un millón de dólares, sino que lo hagan por diez pavos. A esta altura me importa una mierda si la mujer de Fulano le pone los cuernos, pues probablemente se lo merece. ¿Y todas esas compañías de seguros? Les ayudo a probar que un tío se ha inventado la lesión del cuello y ellos se deshacen de la mitad del vecindario cuando llega la recesión. Durante esto últimos tres años, todas las mañanas, cuendo me siento en el extremo del colchón para ponerme los zapatos, me entran ganas de volverme a meter en la cama. No quiero salir a la calle para hacer lo que hago.
—Pero has hecho mucho bien. Eres consciente de ello, ¿no?
—Pues no.

(Dennis Lehane, La última causa perdida, Barcelona, RBA Libros, 2011, pg 303)

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