John Claudio le contó una
historia acerca del tipo que lo enseñó a disparar y matar, un judío holandés
que se instaló en Medellín a finales de los setenta y montó una escuela de
sicarios. Instruyó a miles de sardinos
en las artes de la balacera. El judío
murió tiroteado pocos años después, seguramente a manos de uno de sus pupilos.
—Nunca mire a los ojos al hombre
al que le vaya a quitar la vida… Mírelo a la boca o al cuello, si lo mira a los
ojos, ya no se podrá olvidar de esa visión… Cuantas menos miradas de muerto
recuerde, más tranquilo dormirá, mi hijo. Pelear a tiros es como pelear con las
manos. ¿Usted sabe pelear?
Julio inclinó la cabeza a un
lado, y perdió la vista.
—No mucho —respondió dudando de
sus fuerzas, sobre todo si se tenía que medir a tortas con aquel gigantón.
John Claudio se levantó.
—A eso me refiero, si lo enseño
a tumbar latas, solo le valdrá para sacarle un peluche a su novia.
Julio se incorporó y se colocó
frente a John Claudio, como él le indicó.
—Golpéeme —le dijo.
El chico lanzó un puñetazo
fuerte, directo al rostro del colombiano, que levantó la mano agarrando e
inutilizando el puño de Julio.
—¿Qué maricada es eso? —gruñó sonriendo.
(Jordi
Ledesma Álvarez, Narcolepsia,
Barcelona, Alrevés, 2012, pg 256)
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