domingo, 23 de junio de 2013

Mandato familiar

Los hay que tienen familias que quieren que sean médicos. Otros, familias a las que les gustaría que fueran abogados. La mía quería que fuese un gángster. Para mi padre, lo mejor que podía ser uno en esta vida era miembro de pleno derecho en la mafia. Poder entrar en cualquier bar o restaurante sabiendo que otros hombres te temen y te respetan e incluso se hacen cargo de tu cuenta. Había trabajado duramente toda su vida para acabar siendo el segundo al mando de una desaliñada cuadrilla local de Atlantic City. Pero aspiraba a más para mí. Pensaba que podría llegar a ser capo o quizá incluso consigliere de una de las principales familias.
No podía comprender que lo que yo ambicionaba más que cualquier otra cosa era un trabajo legal. Me había criado rodeado por la Cosa Nostra. Había perdido a mi auténtico padre por su culpa y estaba más que harto. No quería pasarme todas las noches de mi vida observando el techo, preguntándome si una pandilla rival iba a liquidarme o si la poli iba a arrestarme. Sólo deseaba lo que desean la mayoría de las personas con algo de educación universitaria: una casa más grande, vacaciones más largas, el cariño de mis hijos y una oportunidad para seguir prosperando. Pero mi problema era que, a la edad de veintiocho años, con una esposa y dos hijos a los que mantener, me las veía y me las deseaba para llevar una vida honrada. Hacía más de un año que no conseguía ni un solo contrato decente para mi constructora, a pesar de que me pasaba el día buscando clientes. Para mi padre, mi modo de vida era una vergüenza. Sólo los paletos trabajan de nueve a cinco.

(Peter Blauner, Luna de casino, Barcelona, Es Pop Ediciones, 2012, pág 17)


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