Los hay que tienen familias que quieren que sean médicos. Otros, familias a
las que les gustaría que fueran abogados. La mía quería que fuese un gángster.
Para mi padre, lo mejor que podía ser uno en esta vida era miembro de pleno
derecho en la mafia. Poder entrar en cualquier bar o restaurante sabiendo que
otros hombres te temen y te respetan e incluso se hacen cargo de tu cuenta.
Había trabajado duramente toda su vida para acabar siendo el segundo al mando
de una desaliñada cuadrilla local de Atlantic City. Pero aspiraba a más para
mí. Pensaba que podría llegar a ser capo o quizá incluso consigliere de una de las principales familias.
No podía comprender que lo que yo ambicionaba más que cualquier otra cosa
era un trabajo legal. Me había criado rodeado por la Cosa Nostra. Había perdido
a mi auténtico padre por su culpa y estaba más que harto. No quería pasarme
todas las noches de mi vida observando el techo, preguntándome si una pandilla
rival iba a liquidarme o si la poli iba a arrestarme. Sólo deseaba lo que
desean la mayoría de las personas con algo de educación universitaria: una casa
más grande, vacaciones más largas, el cariño de mis hijos y una oportunidad
para seguir prosperando. Pero mi problema era que, a la edad de veintiocho
años, con una esposa y dos hijos a los que mantener, me las veía y me las deseaba
para llevar una vida honrada. Hacía más de un año que no conseguía ni un solo
contrato decente para mi constructora, a pesar de que me pasaba el día buscando
clientes. Para mi padre, mi modo de vida era una vergüenza. Sólo los paletos
trabajan de nueve a cinco.
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