—¿Sabes? El otro día me burlé un poco de ti —dijo—. Pero después pensé:
“¿Cuándo fue la última vez que conociste a alguien con objetivos en este
antro?”. Mi ex marido, Bingo, era un jugador degenerado. En realidad era un
degenerado y punto. El caso es que jugaba a lo que fuera. Habría apostado a que
el sol saldría por el oeste sólo con que las probabilidades pintasen bien.
Nunca comprendió que para conseguir algo hay que trabajárselo.
Escucharla era como oir por primera vez a otra persona hablar mi idioma.
Tome una curva para salir a Atlantic Avenue, donde el cartel de un casino
prácticamente gritaba desde lo alto de uno de los edificios: los sueños se vuelven realidad en nuestras
máquinas. El I-Roc seguía detrás de nosotros.
—¿Te importa si enciendo la radio? —preguntó Rosemary.
Sintonicé la emisora de clásicos para ella. Estaba de humor para una de
esas viejas canciones doo-wop de los
cincuenta, deseando que la voz del cantante se elevara hasta lo más alto de la
noche para iluminarme el camino. En vez de eso, me encontré con una mujer de
voz triste acompañada de una orquesta. Hice además de ir a cambiar de emisora.
—Déjalo —dijo Rosemary—. Es Billie Holiday.
Había oído el nombre con anterioridad, pero nunca había prestado atención.
Billie Holiday no sonaba demasiado feliz. Paramos frente a un semáforo en rojo.
Lo único que le quedaba era una voz pelada y desnuda que me hizo pensar en
botellas vacías y rosas marchitas. Cada vez que intentaba alcanzar una nota
aguda, su voz comenzaba a desgajarse y Billie se alejaba de ella tal como una
chica se alejaría en la barra de un tipo que le hubiera roto el corazón
demasiado a menudo.
Aún así, podías percibir que en otro tiempo había sido una cantante fantástica,
igual que podías percibir que Atlantic City había sido en otro tiempo una
ciudad fantástica.
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