Los pasos chulescos y algo saltarines de O’Hara, ese andar con suavidad y
desenvoltura de fumador de opio, llamaban inconscientemente la atención de los
viandantes sobre su persona. Por esas calles sólo transita la elegancia de
piernas largas de la niña compulsiva que corre a hacer su primera compra; el
aplomo de los hombres con maletín que suelen estar a punto de dirigir el mundo;
la aristocracia contagiada de las criadas de casa bien; el servilismo
estatutario de los porteros; la sexualidad feraz de las secretarias al ser
vomitadas por la boca del metro que las ha traído mojando braga desde cualquier
medioburgués extrarradio hasta la cima
del mundo, y palabras embusteras disfrazadas de hedge funds y cash flow.
Y O’Hara en el medio. Con sus gafas de sol horteras compradas a un chino
por cuatro pavos. Los rizos despeinados de haber pasado otra mala noche. Su ropa
desplanchada de soltero. Un cigarro algo torcido en la boca. Barba de dos
desvelos deslavando su cara. A O’Hara nunca le habían agradado los servicios
diurnos en los barrios pijos. De los barrios pijos sólo le interesaban,
profesionalmente hablando, las criadas liberadas del atardecer y los
adolescentes asesinados a golpes por porteros de discoteca muy pasados de
testosterona y farla.
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