jueves, 30 de mayo de 2013

Paco de Poniente El Bracero

Siempre que la luna se ponía furcia de gasas encelajadas, como aquella noche, el Tirao se acordaba de su padre, Paco de Poniente El Bracero. Y revivía los patios guitarreros y el sabor del vino de pitarra, y a los zánganos como él saltando hogueras y a las viejas sucias escupiendo dientes casi póstumos en los geranios de las corralas.
A mediados de los setenta, su padre, Paco de Poniente El Bracero, empezó a llamar la atención de los flamencólogos y los flamencófagos de Sacromonte por sus cantes de rudeza obrera poscomunista, por sus experimentos sonoros con los boshnegros rumanos, por sus seguiriyas cósmicas, por su vindicación de las culturas romaní y nazarí, y por una voz macho que a la vena gorda le sacaba armonías rabiosas. Al Bracero le grabaron en el Sacromonte, con una Tascam de ocho pistas y una mesa de mezclas que prestó el mismísimo Rafael Farina, una casete que tituló Paramitsha —cuentos de hadas, en romaní— y que se vendió mucho en las gasolineras y en las fondas camioneras de Granada.
Poco después, el éxito trasladó a la kumpania lejos de Poniente, a Madrid. Vendieron la furgoneta por cuatro perras gordas y El Bracero grabó otro disco, pero éste se ahogó en el torrente de la movida madrileña. Empezaron a pasarlo mal. Sobre todo por culpa del Tirao y de su amria, su maldición, y se acabaron muriendo todos, los hijos por dentro y los padres por fuera.

(Aníbal Malvar, Labalada de los miserables, Madrid, Ediciones Akal, 2012, pág 104)


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