Siempre que la luna se ponía furcia de gasas encelajadas, como aquella
noche, el Tirao se acordaba de su padre, Paco de Poniente El Bracero. Y revivía
los patios guitarreros y el sabor del vino de pitarra, y a los zánganos como él
saltando hogueras y a las viejas sucias escupiendo dientes casi póstumos en los
geranios de las corralas.
A mediados de los setenta, su padre, Paco de Poniente El Bracero, empezó a
llamar la atención de los flamencólogos y los flamencófagos de Sacromonte por
sus cantes de rudeza obrera poscomunista, por sus experimentos sonoros con los
boshnegros rumanos, por sus seguiriyas cósmicas, por su vindicación de las
culturas romaní y nazarí, y por una voz macho que a la vena gorda le sacaba
armonías rabiosas. Al Bracero le grabaron en el Sacromonte, con una Tascam de
ocho pistas y una mesa de mezclas que prestó el mismísimo Rafael Farina, una
casete que tituló Paramitsha —cuentos
de hadas, en romaní— y que se vendió mucho en las gasolineras y en las fondas
camioneras de Granada.
Poco después, el éxito trasladó a la kumpania lejos de Poniente, a Madrid.
Vendieron la furgoneta por cuatro perras gordas y El Bracero grabó otro disco,
pero éste se ahogó en el torrente de la movida madrileña. Empezaron a pasarlo
mal. Sobre todo por culpa del Tirao y de su amria, su maldición, y se acabaron
muriendo todos, los hijos por dentro y los padres por fuera.
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