El Tirao y la Muda vieron por última vez al Calcao mezclarse en la
corriente de ejecutivos con resaca prematura, yonquis anafilácticos, mendigos,
maricones de urinario, pijas con carmín en los labios vaginales, niños del
éxtasis, mirones ciegos de vino, guineanos con cajones de pulseras, reclutas
con permiso para matar, cuarentonas con todas las canas al aire, secretas
cantosos, vampiros fanados, diletantes con sueño, ladrones honrados y
solitarios vecinos del sexto que han preferido, una noche más, bajar las
escaleras antes que arrojarse por el balcón.
Entre aquella bandería indisciplinada de lacayos de la luna caminaban la
Muda y el Tirao, gitanazos lentos, dejándose mirar. Él con su cara de póquer
recién perdido y ella tonta, descalza y feliz, agarrada a su brazo y sujetando
descuidadamente con la mano libre los zapatos de tacón.
Tengo que reconocer que estaba a gusto en los bolsillos del Tirao. Pensaba
que desde allí no podía hacer daño a nadie, y eso, tratándose de dinero, no se
puede asegurar desde cualquier bolsillo. Lo dice un billete de cincuenta.
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