—Era una especie de versión oriental de Robin Hood. Me acuerdo muy bien de
la carátula: con una melodía de fondo que aún podría tararear, las imágenes
mostraban un ejército informal de hombres a pie y a caballo cargados con armas
y estandartes, mientras la voz en off del narrador recitaba un par de frases
siempre idénticas: “Los antiguos sabios decían que no hay que despreciar a la
serpiente por no tener cuernos; quizás algún día reencarne en dragón. Del mismo
modo, un hombre solo puede convertirse en ejército”. El argumento general era
simple. Estaba ambientada en la Edad Media, cuando gobernaba China no sé qué
dinastía y el imperio había caído en manos de Kao Chiu, el favorito del
emperador, un hombre corrupto y cruel que había convertido una tierra próspera
en un desierto sin futuro. Contra la opresión solo se levantaba un grupo de
hombres rectos capitaneado por el antiguo guardia imperial Lin Chung; entre
ellos había una mujer: Hu San-Niang, el lugarteniente más fiel de Lin Chung.
Los integrantes de ese grupo estaban condenados por la justicia del opresor a
una vida de forajidos en las riberas del Liang Shan Po, un río cercano a la
capital que también era la frontera azul del título, una frontera real pero
sobre todo una frontera simbólica: la frontera entre el bien y el mal, entre la
justicia y la injusticia. Por lo demás, todos los episodios de la seri seguían
un esquema parecido: a causa de las vejaciones infligidas por Kao Chiu, uno o
varios ciudadanos honrados se veían obligados a cruzar al otro lado del Liang
Shan Po para unirse a los bandoleros honrados de Lin Chung y Hu San-Niang. Esa
era la hisotia que se repetía sin demasiadas variaciones en cada capítulo.
—Y usted de algún modo empezó a identificarse con ella.
—Quite el de algún modo: ¿para qué sirven las historias si no es para
identificarse ellas? Y sobre todo: ¿para qué le sirven a un adolescente?
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