Me gustaba mucho esta travesía. Contemplando el paso entre los dos fuertes,
Saint-Nicolas y Saint-Jean, que custodian la entrada de Marsella y miran hacia
alta mar y no hacia La Cannebière. Adrede. Marsella, puerta de Oriente. Lo
otro. La aventura, el sueño. A los marselleses no les gustan los viajes. Todo
el mundo los cree marineros, aventureros, que su padre o su abuelo han dado la
vuelta al mundo, por lo menos una vez. Como mucho, habían llegado hasta Niolon.
O al Cap Croisette. En las familias burguesas el mar estaba prohibido para los
niños. El puerto propiciaba los negocios, pero el mar estaba sucio. Por ahí es
por donde venía el vicio. Y la peste. Desde que empezaba a hacer bueno, la
gente se iba al campo. A Aix y sus tierras, sus masías y sus bastidas. El mar
se lo dejaban a los pobres.
El puerto fue el terreno de juego de nuestra infancia. Aprendimos a nadar
entre los dos fuertes. Un día había que conseguir hacer la ida y vuelta. Para
ser un hombre, para impresionar a las chicas. La primera vez, tuvieron que
venir Manu y Ugo a rescatarme. Me iba a pique, medio ahogado.
—¿Has pasado miedo?
—No. Me he quedado sin respiración.
Respiración tenía. Pero había pasado miedo.
Manu y Ugo ya no estaban ahí para venir a socorrerme. Se habían ahogado y
yo no había podido acudir en su ayuda. Ugo no había intentado verme. Lole había
huido. Estaba solo, y me iba a hundir en la mierda. Sólo para estar en paz con
ellos. Con nuestra juventud desbaratada. La amistad no soporta las deudas. Al
final de la travesía quedaría sólo yo. Si conseguía llegar. Todavía me hacía
algunas ilusiones sobre el mundo. Perduraban en mí viejos sueños tenaces. No
estoy seguro de saber vivir ahora.
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