En mis brazos Marie-Lou se hacía cada vez más ligera. Su sudor liberaba las
especias de su cuerpo. Nuez moscada, canela, pimienta. Albahaca también, como
Lole. Me encantaban los cuerpos especiados. Cuanto más me empalmaba, más sentía
su vientre duro frotarse contra mí. Sabíamos que acabaríamos en la cama, y
queríamos retrasar el momento al máximo. Hasta que el deseo fuera ya
insoportable. Porque, después, la realidad nos atraparía otra vez. Yo volvería
a ser poli y ella una prostituta.
Me desperté como a las seis. La espalda cobriza de Marie-Lou me recordó a
Lole. Me bebí la mitad de una botella de agua mineral, me vestí y salí. Fue ya
en la calle donde me comenzó a dar otra vez. La comedura de coco. Otra vez ese
sentimiento de insatisfacción que me acosaba desde que se marchó Rosa. A las
mujeres con las que había vivido, las había amado. A todas. Y con pasión. Ellas
también me habían amado. Pero seguro que más de verdad. Me habían regalado
tiempo de sus vidas. El tiempo es algo esencial en la vida de una mujer. Es real
para ellas. Relativo para los hombres. Me habían dado, sí, mucho. ¿Y qué les
había ofrecido yo? Ternura. Placer. Felicidad inmediata. No se me daban mal
esos terrenos. Pero ¿y después?
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