sábado, 16 de noviembre de 2013

Una moneda para el muerto

La entrevista con el abogado había sido demasiado prolongada, se recriminó mientras avanzaba a grandes pasos por las calles aledañas al bufete. A pesar del calor, sentía las manos frías y un escozor extraño que crecía en su estómago. Jamás llegaría a tiempo a San Ignacio, pensaba. Las aceras angostas rebosaban de gente, por lo que prefirió ensuciarse los zapatos y caminar por la calzada de tierra.
Atravesó la Plaza Mayor sin reparar demasiado en la muchedumbre que se amontonaba alrededor de dos cuerpos tendidos sobre tablones. Desde hacía tiempo el Cabildo había instaurado la costumbre de exponer los cadáveres de los acuchillados en las riñas, para que fuesen reconocidos por sus parientes. Junto a los cuerpos, se dejaba un plato destinado a recolectar dinero para los entierros.
La iglesia de San Ignacio se encontraba entre las calles Santísima Trinidad y del Presidio. Ocupaba parte de la manzana que los padres jesuitas, ahora desterrados, habían utilizado para la construcción del templo y del antiguo colegio San Carlos. Contaba con una sola torre, una campana y una cúpula que el médico recordaba por ser el primer indicio de la ciudad que había divisado desde el barco el día de su llegada.

(Mercedes Giuffré, Deuda de sangre, Buenos Aires, Aguilar, 2011, pág. 117)


No hay comentarios:

Publicar un comentario