La entrevista
con el abogado había sido demasiado prolongada, se recriminó mientras avanzaba
a grandes pasos por las calles aledañas al bufete. A pesar del calor, sentía
las manos frías y un escozor extraño que crecía en su estómago. Jamás llegaría
a tiempo a San Ignacio, pensaba. Las aceras angostas rebosaban de gente, por lo
que prefirió ensuciarse los zapatos y caminar por la calzada de tierra.
Atravesó la
Plaza Mayor sin reparar demasiado en la muchedumbre que se amontonaba alrededor
de dos cuerpos tendidos sobre tablones. Desde hacía tiempo el Cabildo había
instaurado la costumbre de exponer los cadáveres de los acuchillados en las
riñas, para que fuesen reconocidos por sus parientes. Junto a los cuerpos, se
dejaba un plato destinado a recolectar dinero para los entierros.
La iglesia de
San Ignacio se encontraba entre las calles Santísima Trinidad y del Presidio.
Ocupaba parte de la manzana que los padres jesuitas, ahora desterrados, habían
utilizado para la construcción del templo y del antiguo colegio San Carlos.
Contaba con una sola torre, una campana y una cúpula que el médico recordaba
por ser el primer indicio de la ciudad que había divisado desde el barco el día
de su llegada.
(Mercedes
Giuffré, Deuda de sangre, Buenos
Aires, Aguilar, 2011, pág. 117)
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