viernes, 15 de noviembre de 2013

Carnaval

El Cabildo fue iluminado con seiscientas candilejas de sebo y los habitantes de la ciudad se apostaron en las azoteas para observar los fuegos de artificio.
Desde el incendio del Teatro de la Ranchería en 1792, estaba prohibido el uso de pirotecnia, excepto en ocasiones especiales como aquélla, en la que sólo algunos hombres autorizados encendían los fuegos en las cercanías del río o en la Plaza Mayor.
El sábado por la mañana, Redhead visitó a varios pacientes. De camino, presenció el bullicio habitual al otro lado de la Recova: el mercado generaba gran movimiento de carretas y personas. Los vendedores ambulantes, además de pastelitos, escobas y velas, ofrecían a voz en cuello los perniciosos “huevos de agua”, que no eran otra cosa que huevos de gallina vaciados de su contenido y rellenos con agua del río, o incluso con otros líquidos de origen dudoso. Evidentemente, se dijo el médico molesto, O’Gorman había fracasado una vez más en su petición al alcalde. Y era claro que tampoco se había esforzado demasiado. De resultas, habría contusiones, resfríos e incluso alguna que otra bronquitis.
La estupidez humana no tiene límites, pensó. Y en respuesta a sus pensamientos fue saludado con un baldazo de agua arrojado desde una azotea, que lo dejó empapado y furioso. Las risas infantiles no tardaron en hacerse oír, ni tampoco los regaños que, para sorpresa de muchos, el médico profirió con el puño en alto.
—¡Salvajes, buenos para nada!
Le habían arruinado el traje y el sombrero. Por lo que tuvo que regresar a la casa Olazábal para secarse y cambiarse.

(Mercedes Giuffré, Deuda de sangre, Buenos Aires, Aguilar, 2011, pág. 211)


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