El Cabildo fue
iluminado con seiscientas candilejas de sebo y los habitantes de la ciudad se
apostaron en las azoteas para observar los fuegos de artificio.
Desde el
incendio del Teatro de la Ranchería en 1792, estaba prohibido el uso de
pirotecnia, excepto en ocasiones especiales como aquélla, en la que sólo
algunos hombres autorizados encendían los fuegos en las cercanías del río o en
la Plaza Mayor.
El sábado por
la mañana, Redhead visitó a varios pacientes. De camino, presenció el bullicio
habitual al otro lado de la Recova: el mercado generaba gran movimiento de
carretas y personas. Los vendedores ambulantes, además de pastelitos, escobas y
velas, ofrecían a voz en cuello los perniciosos “huevos de agua”, que no eran
otra cosa que huevos de gallina vaciados de su contenido y rellenos con agua
del río, o incluso con otros líquidos de origen dudoso. Evidentemente, se dijo
el médico molesto, O’Gorman había fracasado una vez más en su petición al
alcalde. Y era claro que tampoco se había esforzado demasiado. De resultas,
habría contusiones, resfríos e incluso alguna que otra bronquitis.
La estupidez
humana no tiene límites, pensó. Y en respuesta a sus pensamientos fue saludado
con un baldazo de agua arrojado desde una azotea, que lo dejó empapado y
furioso. Las risas infantiles no tardaron en hacerse oír, ni tampoco los
regaños que, para sorpresa de muchos, el médico profirió con el puño en alto.
—¡Salvajes,
buenos para nada!
Le habían
arruinado el traje y el sombrero. Por lo que tuvo que regresar a la casa
Olazábal para secarse y cambiarse.
(Mercedes
Giuffré, Deuda de sangre, Buenos Aires,
Aguilar, 2011, pág. 211)
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