La posada
de Los Tres Reyes estaba atestada de clientes. Era la hora en
que los comerciantes cerraban las tiendas y se reunían a beber antes de volver
a sus casas. Alvarado y Redhead colgaron sus sombreros en uno de los percheros
de la entrada y se acomodaron a ambos lados de una mesa distante, junto a la
ventana enrejada que daba sobre la acera. Al otro lado se veía pasar la gente.
En la mesa
había dos tazas de loza invertidas sobre los platos, como era la costumbre.
Entre unas y otros había un puñado de azúcar que el cliente volcaba dentro de
la taza al darla vuelta. No era una operación sencilla, sino que a menudo
concluía con los granos desparramados. Se requería cierta habilidad y
delicadeza como la que aplicó Redhead, sosteniendo el plato con una mano y la
taza con la otra mientras los hacía girar. Alvarado lo observaba maravillado.
—Jamás
comprenderé por qué no usan azucareras en los cafés y las posadas de Buenos
Aires —dijo.
Redhead fijó en
él sus ojos grises y sonrió.
—No te quejes,
Francisco. Al menos no tienes que compartir la mesa como en las pulperías.
(Mercedes
Giuffré, Deuda de sangre, Buenos
Aires, Aguilar, 2011, pág. 80)
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