Eran las cuatro
de la tarde. El silencio era casi completo, no soplaba la más leve brisa.
Únicamente un sutil entramado de ruidos: terrones de tierra reseca rompiéndose
bajo los zapatos, los ratones o lagartijas escondiéndose a medida que ellos se
acercaban. A mitad del pasillo principal había una estatua que representaba a
Cristo en ademán de alegre bienvenida. La estatua era fea, desproporcionada (las
piernas cortas, un torso casi de boxeador, brazos largos, las manos grandes, un
poncho gaucho al hombro) y emanaba cierta desolación como esos personajes de
Disney mal dibujados en las calesitas de barrio. Con la pala en la mano siguió
a su madre hasta la parte más alejada del cementerio. Después de equivocarse un
par de veces, la mujer se detuvo frente a una pequeña tumba hundida y sin
flores, señalada tan sólo por una cruz de madera muy castigada por los años y
la intemperie. En el centro de la cruz había una chapa en forma estilizada de
corazón, de color negro y con una borrosa pero legible inscripción en blanco. Dejó
la bolsa sobre el piso a un costado.
—Acá es. Pasame
la pala.
—Cómo vas a
ponerte a cavar vos, te va a hacer mal.
No pudo evitar
un escalofrío cuando leyó, pintado en el corazón de lata: “Daniel Molina 2-12-1972/10-4-1973”.
Miró a su madre. Ella miraba el suelo hundido.
—Pobrecito,
todos estos años bajo este sol tremendo.
Cavó con aprensión.
La tierra era blanda pero no tenía ningún impulso de apurar los movimientos. Estaba
empapado de sudor. Alrededor del cementerio había una isla de descampado y cien
metros después el monte cerrado. Recordó el documental sobre los elefantes de
Mal Bazaar. Se imaginó uno de esos elefantes saliendo de la selva. Imaginó que
los encaraba. Un cuerpo complejo y poderoso que hacía vibrar la tierra en cada
paso. Pero el elefante no los atacaría, pensó. Se acercaría a ellos con calma y
cierta curiosidad. Se quedaría al lado de ellos tocándolos suavemente con la
trompa. Y después caería al piso. O se desvanecerían en el aire. O cualquier
otra cosa. Pero no les haría daño. “Casi todos los mahuts son alcohólicos”,
recordó. Qué bueno ser alcohólico, pensó. Qué bueno ser asesinado por un
elefante. Cualquier otra cosa.
(Carlos Busqued,
Bajo este sol tremendo, Barcelona, Anagrama,
2009, pág. 72)
No hay comentarios:
Publicar un comentario