sábado, 30 de noviembre de 2013

Soplo rosado

—Hay cuatro tipos de personas que se unen al ejército —dijo—. Primero, los que siguen una tradición familiar, como yo. Segundo, los patriotas, que desean servir a su país. Tercero, los que únicamente necesitan un trabajo. Y cuarto, los que quieren matar a otras personas. El ejército es el único lugar donde es legal esto último. James Barr pertenece a ese cuarto tipo. En el fondo, pensó que sería divertido matar.
Rosemary Barr apartó la mirada. Nadie dijo nada.
—Pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo —dijo Reacher—. Yo era un investigador minucioso cuando trabajaba en la policía militar, y lo supe todo sobre él. Le estudié. Barr se adiestró durante cinco años. Accedí a su historial. Había semanas en las que disparaba dos mil cartuchos. Disparaba contra objetivos de cartón y siluetas. En toda su carrera, calculé que había disparado un total de casi un cuarto de millón de cartuchos. No obstante, no había disparado nunca a un enemigo. No fue a Panamá en 1989. Por aquel entonces, poseíamos un buen ejército y solo necesitamos a unos pocos hombres, así que muchos no pudieron ir. Aquello le molestó tremendamente. Luego tuvo lugar la operación Escudo del Desierto, en 1990. Barr marchó a Arabia Saudita. Pero no tomó parte en la operación Tormenta del Desierto, en 1991. Fue una campaña principalmente de blindaje. James Barr únicamente permaneció allí, desempolvando su rifle y practicando el tiro con una media de dos mil cartuchos por semana. Más tarde, cuando la operación Tormenta del Desierto terminó, le enviaron a Kuwait para poner orden en la ciudad.
—¿Y qué sucedió allí? —preguntó Rosemary Barr.
—Fue su fin —dijo Reacher—. Eso fue lo que sucedió. Los soviets fracasaron. Irak se fue estabilizando. Barr miró a su alrededor y vio que la guerra había terminado. Había entrenado casi seis años y nunca había disparado en serio su arma, ni nunca la dispararía. Una gran parte de su entrenamiento se había centrado en la visualización; al mirar a través de la mira telescópica controlaba la médula oblongata, la base del cerebro donde se ensancha la médula espinal; respiraba lentamente; apretaba el gatillo; se concentraba durante la fracción de segundo que sucedía a cada disparo; imaginaba el soplo rosado que desprendían las cabezas alcanzadas por la bala. Había visualizado todo aquello muchas veces. Pero nunca lo había visto. Ni una sola vez. Nunca había presenciado aquel soplo rosado. Y lo deseaba de veras.
Silencio en la sala.
—Así que un día salió, a solas —dijo Reacher—, a la ciudad de Kuwait. Se colocó y esperó. Después disparó y mató a cuatro personas que salían de un bloque de apartamentos.

(Lee Child, Un disparo, Barcelona, RBA Libros, 2011, pág. 74)


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