—Hay cuatro
tipos de personas que se unen al ejército —dijo—. Primero, los que siguen una
tradición familiar, como yo. Segundo, los patriotas, que desean servir a su
país. Tercero, los que únicamente necesitan un trabajo. Y cuarto, los que
quieren matar a otras personas. El ejército es el único lugar donde es legal
esto último. James Barr pertenece a ese cuarto tipo. En el fondo, pensó que
sería divertido matar.
Rosemary Barr
apartó la mirada. Nadie dijo nada.
—Pero nunca
tuvo la oportunidad de hacerlo —dijo Reacher—. Yo era un investigador minucioso
cuando trabajaba en la policía militar, y lo supe todo sobre él. Le estudié.
Barr se adiestró durante cinco años. Accedí a su historial. Había semanas en
las que disparaba dos mil cartuchos. Disparaba contra objetivos de cartón y
siluetas. En toda su carrera, calculé que había disparado un total de casi un
cuarto de millón de cartuchos. No obstante, no había disparado nunca a un
enemigo. No fue a Panamá en 1989. Por aquel entonces, poseíamos un buen
ejército y solo necesitamos a unos pocos hombres, así que muchos no pudieron
ir. Aquello le molestó tremendamente. Luego tuvo lugar la operación Escudo del
Desierto, en 1990. Barr marchó a Arabia Saudita. Pero no tomó parte en la
operación Tormenta del Desierto, en 1991. Fue una campaña principalmente de
blindaje. James Barr únicamente permaneció allí, desempolvando su rifle y
practicando el tiro con una media de dos mil cartuchos por semana. Más tarde,
cuando la operación Tormenta del Desierto terminó, le enviaron a Kuwait para
poner orden en la ciudad.
—¿Y qué sucedió
allí? —preguntó Rosemary Barr.
—Fue su fin —dijo
Reacher—. Eso fue lo que sucedió. Los soviets fracasaron. Irak se fue
estabilizando. Barr miró a su alrededor y vio que la guerra había terminado.
Había entrenado casi seis años y nunca había disparado en serio su arma, ni
nunca la dispararía. Una gran parte de su entrenamiento se había centrado en la
visualización; al mirar a través de la mira telescópica controlaba la médula
oblongata, la base del cerebro donde se ensancha la médula espinal; respiraba
lentamente; apretaba el gatillo; se concentraba durante la fracción de segundo
que sucedía a cada disparo; imaginaba el soplo rosado que desprendían las
cabezas alcanzadas por la bala. Había visualizado todo aquello muchas veces.
Pero nunca lo había visto. Ni una sola vez. Nunca había presenciado aquel soplo
rosado. Y lo deseaba de veras.
Silencio en la
sala.
—Así que un día
salió, a solas —dijo Reacher—, a la ciudad de Kuwait. Se colocó y esperó.
Después disparó y mató a cuatro personas que salían de un bloque de
apartamentos.
(Lee Child, Un disparo, Barcelona, RBA Libros, 2011,
pág. 74)
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