A las dos y
media de la tarde Cetarti ya estaba al volante del auto, con las cenizas de su
madre y su hermano en el baúl, en sendas cajas de madera contrachapada.
Recorrió morosamente las calles embarradas del pueblo, sin buscar nada
específico pero sin decidirse a salir a la ruta. Sentía su cabeza varias veces
más grande de lo normal y tenía mucho calor. Le costó parar a cargar nafta. El
viaje que tenía por delante no le parecía tanto porque implicaba una posición
relativamente estática, con movimientos muy acotados para apretar pedales,
mover el volante, a lo sumo cambiar el dial de la radio. Pero bajarse del auto,
hablar, hacerse entender, pagar, etcétera, le parecía una tarea irrealizable
que se descomponía en una serie casi infinita de tensiones musculares, pequeñas
decisiones posicionales, operaciones mentales de selección de palabras y
análisis de respuestas que lo agotaba de antemano. Paró en una estación de
servicio sobre la ruta, a la salida del pueblo. Tuvo que esperar un par de
minutos mientras el playero se acercaba de una gomería, cruzando la ruta. Usaba
botas de goma. Cetarti pensó con repulsión en el olor a pies que debía macerar
en esa botas. Mientras se llenaba el tanque, le llamó la atención una piedra
que se movía sobre el fino colchón de barro, a unos diez metros. Caminó hasta
ella: no era una piedra, era un escarabajo pardo del tamaño de una mandarina
grande, con un cuerno parecido al de un rinoceronte en miniatura. En el extraño
día y medio que le había tocado pasar en ese lugar, era la primera cosa que le
parecía dotada de realidad. estiro la mano para levantarlo y verlo más de cerca.
—Es venenoso,
señor, no lo toque —dijo el playero, y aplastó al insecto de un pisotón. Se
limpió los restos de la suela arrastrando el pie contra el piso.
(Carlos Busqued,
Bajo este sol tremendo, Barcelona,
Anagrama, 2009, pág. 45)
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