Deuda de sangre, Mercedes
Giuffré
En
el verano de 1806 Buenos Aires es un nido de conspiradores, masones y espías.
Se murmura, corren voces. Que están dadas las condiciones para la revolución. Que
es inminente el desembarco de los ingleses, ávidos de comercio con las colonias
españolas. Bajo ese clima denso y caluroso aparece en una calle oscura un joven
degollado. Es Manuel Balbastro y Álzaga, sobrino de Martín de Álzaga y miembro
de la poderosa oligarquía mercantil local.
El
médico Samuel Redhead, momentáneamente al frente del Protomedicato, es
convocado enseguida. Deberá estudiar el cuerpo para determinar la causa de la
muerte. Concluye que hubo un facón, hubo un solo asesino, hombre, diestro. Aparece
un doblón de oro entre las ropas del muerto. ¿No fue un robo, entonces? Así es
como, de pronto y como quien no quiere la cosa, Samuel Redhead se encuentra
investigando el asesinato. Y lo hace, en uno de los gestos que mejor lo pintan,
no tanto por encargo de las autoridades del Cabildo como por el pedido de
justicia que le hace la madre del muerto.
Samuel
Redhead, médico y cirujano devenido en detective, es el protagonista de la
trilogía que se inicia con Deuda de
sangre. De ascendencia escocesa y nacido en Galicia, de pelo rojo y
apellido extraño, reservado y poco afecto a las tertulias, se lo ve como un
hombre misterioso. Riguroso y exigente, formado en Edimburgo y Londres, aceptó la
propuesta del Protomedicato de trasladarse al Virreinato. Redhead ya no tenía familia
en La Coruña, y su hermana Elisa, casada con el comerciante andaluz don
Francisco Alvarado, ya se había afincado en Buenos Aires en 1804.
El
médico, secundado por el leal Juanito y apoyándose en la confianza de su cuñado
Alvarado, tan librepensador como él, irá detrás de pistas que, a la vez que se
suceden otros asesinatos, lo llevarán de las tertulias a las pulperías, de las
librerías a los burdeles, por todos los rincones de una ciudad colonial que es
cualquier cosa menos un tranquilo puerto de ultramar: mientras la recorre el
embrión revolucionario, también la inundan los más terrenales y humanos deseos
de venganza.
Deuda de sangre no es, desde luego, una
novela negra. Tal vez podría decirse que es un policial clásico, de enigma. No
de esos de “habitación cerrada”, aunque tenga algunos elementos típicos como el
investigador racionalista, secundado por sus leales —y siempre algo menos
brillantes que él— colaboradores. Si tuviera que definirla, diría que es una
novela histórica, alrededor de un suceso policial. Pero, ¿para qué
encasillarla? No soy un entusiasta de la novela histórica, de modo que si
alguien me hubiera dicho que esta novela caía en ese estante, tal vez yo la
hubiese ignorado. De la misma forma habrá quien, pensando que se trata sólo de
otro policial, la pase por alto, más interesado en los dramas históricos.
Ningún encasillamiento —en el fondo, un prejuicio— sirve si nos priva de las
buenas lecturas.
Y Deuda de sangre es una muy buena
lectura. Pero muy buena: a mí, que soy más del policial duro, violento, seco, social,
este libro me llevó de los pelos detrás de las andanzas de Redhead. Y eso es pura
virtud de la autora. Trato de pensar cómo lo hizo, cuáles son los puntos
fuertes por los que recomendaría este libro. Primero: la prosa es natural. Se
lee con fluidez. Que no es lo mismo que con liviandad o ligereza. Hay oficio y
mucho, mucho trabajo de la autora. Segundo: el personaje de Redhead. Con sus
aristas que lo hacen vivo, corpóreo. Riguroso, honesto, valiente, duro en algunas
ocasiones y sensible y humano en otras, es en general aplomado y seguro de sí, pero
algo torpe cuando aparece una mujer que le interesa. En el fondo, Redhead cae
bien porque es también un aventurero y un outsider:
¿cómo calificar si no a un médico gallego-escocés que vive al otro lado del
mundo? Y tercero, e importantísimo: la ambientación histórica. Me resultó
impecable y aportó mucho disfrute a la lectura. Se nota el rigor que puso
Mercedes en la investigación para este trabajo. Las descripciones de la ciudad,
la intervención de personajes reales (*) como Álzaga, Belgrano o Liniers son
los “trucos fáciles” a los que recurre cualquier autor. Ahora, contar cómo eran
las rondas de aguardiente en las tabas de pulpería, o la particular forma de
servir el azúcar en los cafés coloniales, o el protocolo de las casas que
atraviesan luto ya no es para cualquiera: hay que investigar mucho para usar
ese material. Y Mercedes lo hace, y lo usa como combustible para el motor de su
historia. Pero no se queda ahí: la autora es también eficaz al elegir el
lenguaje que apuntale la ambientación y refuerce el efecto en el lector. Desde
luego, Deuda de sangre no está
escrito en el español de comienzos del siglo XIX. No tendría sentido. Sin
embargo, estoy convencido de que la elección del lenguaje no es casual. En esta
novela los cuerpos son trasladados en parihuelas,
la ropa tiene faltriqueras, el
incienso surge de un pebetero. ¿Quién
hubiera notado si en vez de esas palabras había camillas, bolsillos o
simplemente el incienso flotara en el aire? Nadie y todos, porque el resultado
hubiera sido más pobre. Esto no es pretenciosidad: son las palabras como
herramientas al servicio de la historia. Ni más ni menos. Algo de lo que muchos
autores podrían aprender.
Mercedes
Giuffré inicia con Deuda de sangre
una prometedora trilogía. Pero lo mejor es que a partir de ahora los lectores
de policial tendremos en Samuel Redhead a nuestro hombre en el Virreinato.
Y
por cómo termina esta primera entrega, acción no le va a faltar.
(*) Según ha expresado la autora, el mismo Samuel
Redhead está inspirado en un personaje histórico. Se trata de Joseph Redhead,
médico personal de Manuel Belgrano y de Martín Miguel de Güemes.
10/13
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