Da vueltas y vueltas por ese barrio cualquiera del conurbano buscando alguna calle lo suficientemente desierta como para deshacerse del cadáver. Pero en todas las esquinas hay alguien: una vecina que barre y silba un valsecito, dos muchachos tomando la última cerveza de la noche aunque ya sea entrada la mañana, un repartidor de leche o de pan, tres o cuatro tipos arreglando una vereda, un viejo en camiseta, sentado en un banquito escuchando la radio. Le parece ridícula e insultante esa normalidad al señor Machi, lo ofende y asombra esa gente simple gastando sus gestos rutinarios, serenos, apacibles en este barrio cualquiera de casas bajas en el conurbano bonaerense mientras él, que gasta dinero para tener esa paz, que tendría que estar llegando a su casa —a la serenidad, la seguridad y el confort que ofrece una casa en El Barrio, el country amurallado en el que vive— está metido en una película de terror.
¿Por qué ellos están tan tranquilos y yo no?, se pregunta el señor Machi. ¿Pueden pagar estos piojosos lo que yo pago para mantenerme a salvo y seguro? Niega con la cabeza, las manos atenazando el volante, como si de pronto odiara la suavidad del tapizado, la docilidad de la dirección hidráulica, la carrocería negra y perfecta.
(Kike Ferrari, Que de lejos parecen moscas, Madrid, Ediciones Amargord, 2011, pg 57)
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