En un infierno de fuegos artificiales, se ha ido.
Estoy tirado en el suelo de la cabina de teléfonos, fuera está oscuro, sólo las hogueras y las farolas de la calle, los fuegos artificiales y los faros de los coches, los grandes árboles de Chapeltown se inclinan sobre mí, los búhos de los árboles con sus putos ojos redondos y muy, muy abiertos, y maldigo a Maurice Jobson, el Búho, mi ángel de la guarda, con su rollo de por lo menos es de familia de policías. Ya conoce el percal y esa chorrada de si necesitas algo, me lo dices: pues mira, vente aquí a esta puta cabina y sácame de ella y devuélvemela, venga gilipollas, antes de que coja un cuchillo y arremeta contra esas alas, esas hediondas alas negras, esas hediondas alas negras de la muerte, ven y tráela conmigo, aquí a mi pequeña cabina roja, aquí en mi edad oscura, en mi edad de piedra, la edad muerta, acunando el auricular, tráemela para que me vea llorar, que me vea sollozar hecho una bola en el suelo de la cabina de teléfonos, con el pelo en las manos, el puñetero pelo en las manos, los mechones de pelo ensangrentado en las manos.
En un infierno de fuegos artificiales, ella se ha ido y yo estoy solo.
(Bob Fraser)
(David Peace, 1977, Barcelona, Alba Editorial, pg 209)
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