En la literatura en general, y en las lecturas negras a las que se refiere este blog, abundan los malos tipos. Hablo de historias realistas, en las que para poner el Mal sobre la mesa, hay que meterlo en la piel de personajes de carne y hueso. Muchas veces esos personajes son piecitas apenas un Gran Sistema maligno, e incluso entonces, cuando se quiere hablar de ese Mal, de ese Sistema, no queda otra que armar los personajes adecuados, darles cuerda y que se empiecen a mover y a hablar para mostrarnos las bajezas de las que el ser humano es capaz.
Hablando entonces de malos tipos, el señor Machi, protagonista de Que de lejos parecen moscas, es un ultra concentrado. Un malo de máxima pureza, para usar términos que le son familiares. El hecho de que sea bien argentino habilita a una calificación como la que le darían en cualquier barrio de por acá: el señor Machi es un reverendísimo hijo de mil putas.
Habituado a su imperio de chicas fáciles, autos veloces y merca de la buena, se siente protegido allí en su universo de contactos poderosos, con sus guardaespaldas asesinos de pasado nauseabundo, su fortaleza en un barrio privado y su Glock en la guantera. ¿Quién le va a tocar el culo a un tipo como él? ¿Hay alguien ahí afuera más seguro, más impune que el señor Machi?
He ahí el problema que se le escapa a nuestro hombre: en la construcción de su imperio hubo algunos daños colaterales. Pequeñas fisuras, apenas detalles, que fueron creciendo como focos infecciosos, no desde afuera sino desde adentro. Una familia que lo odia. Un jefe de seguridad que es como tener un tiburón blanco en la pileta. Empleados tratados como basura. Esposos cornudos. Competidores barridos con métodos que no se enseñan en las escuelas de administración. Chicas desesperadas, que cambian jueguitos sexuales por un pase de merca.
Su omnipotencia lo ha nublado de tal manera que nunca vio que sus enemigos bien podrían estar ahí, a su lado. Hasta que un día, con una goma pinchada en el medio de la autopista, encuentra en el baúl de su propio coche un cadáver con un tiro en la cara.
Comienza entonces el día más largo en la vida de Machi: debe arrastrarse de punta a punta de los suburbios de Buenos Aires, buscando una manera de deshacerse de “eso”, mientras se le acaba la cocaína y la batería del celular. Mientras entiende que se quedó solo.
La crudeza del lenguaje y el inteligente planteo de Ferrari, intercalando flashbacks que van explicando la histora de Machi y sus potenciales enemigos, hacen que la novela se lea de un tirón. No sólo porque está muy bien escrita, sino porque esa buena narración hace que uno, espantado y todo —olvidando por un rato al desconocido del baúl—, disfrute del calvario de Machi. Se siente una especie de justicia —literaria, pero justicia al fin— al verlo fracasar en sus cobardes intentos de “volver a la normalidad”, al sentir cómo transpira sus ropas caras, cómo enloquece, solo y duro de merca, embarrando su BM poderoso en calles que le son extrañas y amenazadoras.
Con una diagramación algo desprolija, Que de lejos parecen moscas, de la madrileña Ediciones Amargord, se presentó este año en la Semana Negra de Gijón. Gracias a ese evento fue que conocí parte de la obra de Kike Ferrari. He leído en internet algunos muy buenos relatos suyos, y me enteré de que tiene otro par de novelas editadas en Buenos Aires. Habrá que tenerlo en la mira.
Un personaje inolvidable. Una historia cruda, violenta y atrapante. Un narrador rabioso que aparece como un buen antídoto ante tanta chatura nórdica invadiendo el panorama negrocriminal. Y todo es de acá, bien de acá. ¿Qué más se puede pedir? Sí, ya sé: que se consiga en Buenos Aires.
9/11
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