Driver no estaba muy seguro de llegar a tomar una
decisión; por lo menos, no en el sentido que le daba Manny. Tú te quedabas tan
tranquilo y, cuando llegaba el momento, mirabas alrededor, veías cómo estaba el
patio y obrabas en consecuencia. No es que te dejaras empujar por las
circunstancias, sino que te movías con mayor rapidez con la corriente a tu
favor. Era como descifrar señales, como seguir una pista.
Evidentemente, Manny insistía en que tales teorías no eran
más que chorradas que apestaban a religión:
—¿Señales? ¿Qué mierda de señales? ¿Límites de velocidad,
cruces de ganado?
Para Manny, todo lo que no fuese totalmente racional
consistía en un impulso religioso disfrazado o de incógnito. Aquel día en el
bar de blues, la había emprendido con los ateos:
—Son peores que los cristianos. Tan seguros de todo y tan
pagados de sí mismos... Tienen su propia religión pequeñita, esos tíos. Sus
propios rituales, sus salmos, sus hanukkas, sus hosannas... No
te hacen ni puto caso.
Y a continuación, su jerigonza habitual, llena de acentos
raros y frases de guiones en los que había trabajado recientemente:
—¿Libre albedrío? ¡Los cojones! Las cosas en las que
creemos, los libros que tenemos en tan alta estima, joder, hasta la música que
escuchamos... Todo está programado, muchacho, todo eso es nuestro por herencia
y porque te rodea hasta que te lo tragas. Creemos tomar decisiones. Pero lo que
pasa es que las decisiones se ponen de pie, nos plantan cara y nos miran de
manera amenazante.
—O sea, que según tú, el camino de un hombre por la vida
ya está predestinado, ¿no?
—Acabo de decírtelo. Sí, de repente estamos vivos y nos
desperdigamos por ahí cual cucarachas al encenderse la luz; hasta que la luz se
apaga.
—Eso es deprimente de cojones, Manny.
—No voy a discutírtelo. Pero esos momentos de luz,
mientras nos desperdigamos... Pueden ser gloriosos.
(James Sallis, El regreso de Driver, Barcelona, RBA
libros, 2013)
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