—Dejé setenta y tres mil dólares aquí —dijo Parker—. Y la
mitad le corresponde a mi compañero. —Hizo un gesto hacia Green, en el otro
coche—. Ninguno de los dos queremos una comisión, ni un apretón de manos, ni un
acuerdo, ni nada, salvo el dinero. Todo el dinero, todo lo que sacamos del
coche blindado.
—Entonces tendrá que pedírselo a otro —respondió Lozini.
En ese momento una camioneta con una vieja nevera en la parte de atrás pasó
junto a ellos, el primer vehículo que veían desde que se habían parado. Lozini
la señaló por el parabrisas—. Si usted va a casa de ese granjero —continuó— y
le dice que hace dos años dejó setenta y tres mil dólares en Tyler y los
quiere, él le dirá que fue a ver a la persona equivocada porque él no los tiene
y no sabe dónde están. Y yo le estoy diciendo lo mismo.
Parker sacudió la cabeza, manifestando su impaciencia con
un rictus en la boca.
—Ese granjero no tiene nada que ver —dijo—. Y usted sí. No
me haga perder tiempo.
Lozini trató de pensar algo más.
—Está bien —repuso—. Investigaré. Quizá fue uno de los
míos.
—Lo fue.
—Está bien. Los investigaré y le contaré lo que averigüe.
Parker asintió.
—¿Cuánto tiempo?
—Déme una semana.
Otra vez el pequeño signo de impaciencia.
—Le llamaré mañana por la tarde, a las siete.
—¡Mañana! No me da tiempo.
—Es su gente —dijo Parker—. Si usted se ocupa, podrá hacerlo.
No quiero perder más tiempo. Le llamaré a las siete.
—No puedo prometerle nada.
Parker se encogió de hombros y miró hacia otro lado.
Lozini no se sentía con ganas de terminar aquí la cita.
Quería algo que le tranquilizase y hasta ahora no sentía que lo hubiera
logrado. Dijo:
—Quiero que lo tome con calma, sabe.
Parker volvió a mirarlo, y esperó.
—Yo elegí el camino pacífico —agregó Lozini—. Ésa es la
situación en la que me encuentro ahora, lo estoy haciendo por las buenas.
Mientras hacerlo por las buenas sea cooperar con usted, lo haré. Si usted
prefiere la violencia, si me obliga a luchar, entonces no tendré más remedio.
Parker pareció pensar en esas palabras.
—Ya veo —dijo—. Le llamaré a las siete.
(Donald
Westlake, La luna de los asesinos, Madrid,
Espasa-Calpe, 2003)
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