A la hora
de realizar su labor, la policía parte del supuesto de que no existe la
casualidad. El noventa y cinco por ciento de las pesquisas consiste en trabajo
de oficina, análisis de las pruebas materiales e interrogatorios a los
testigos. En las novelas policíacas, el culpable confiesa en cuanto se le pegan
cuatro gritos; en la vida real no resulta tan sencillo. Y si un hombre con un
cuchillo ensangrentado en la mano aparece inclinado sobre un cadáver, entonces
es el asesino. Ningún policía con dos dedos de frente pensaría que el hombre
pasaba casualmente por ahí y extrajo el cuchillo del cadáver para ayudar.
Aquella frase de un comisario que afirma que la solución es demasiado simple es
un invento de los guionistas. Lo contrario sí es verdad. Lo que es evidente es
probable. Y, casi siempre, también correcto.
Los
abogados, en cambio, tratan de buscar una brecha en el edificio de pruebas
erigido por la acusación pública. Sus aliados son el azar y la casualidad; su
misión, impedir que arraigue prematuramente una verdad sólo aparente. Un agente
de policía le dijo una vez a un magistrado de la Corte Federal que los
defensores no son más que frenos en el coche de la justicia. El juez respondió
que un coche sin frenos no sirve para nada. Un proceso penal funciona solamente
en el marco de este juego de fuerzas.
(Ferdinand
von Schirach, Crímenes, “Summertime”,
Barcelona, Salamandra, 2011)
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