Evidentemente,
la cuestión no es si uno se cree o no las afirmaciones del acusado. En un
tribunal lo que importa son las pruebas. El acusado juega con ventaja: no tiene
que probar nada. Ni su inocencia ni la veracidad de sus declaraciones. Pero
para la fiscalía y el tribunal rigen otras reglas: no pueden afirmar nada de lo
que no tengan pruebas. Suena mucho más fácil de lo que es. Nadie es tan
objetivo como para poder distinguir siempre entre una conjetura y una prueba.
Creemos que sabemos algo con certeza, nos dejamos llevar empecinados en ello y
a menudo resulta todo menos fácil encontrar el camino de vuelta.
En
nuestros días, los alegatos han dejado de ser decisivos para la resolución de
un juicio. Fiscalía y defensa no se dirigen a un jurado sino a jueces y
escabinos. Cualquier voz impostada, cualquier amago de desgarrarse el pecho,
cualquier formulación alambicada se consideran inaceptables. Los grandes
discursos finales son cosas de los siglos pasados. A los alemanes ya no les
gusta la grandilocuencia, han tenido demasiada.
(Ferdinand
von Schirach, Crímenes, “El etíope”,
Barcelona, Salamandra, 2011)
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