viernes, 17 de febrero de 2012

Grandilocuencia


Evidentemente, la cuestión no es si uno se cree o no las afirmaciones del acusado. En un tribunal lo que importa son las pruebas. El acusado juega con ventaja: no tiene que probar nada. Ni su inocencia ni la veracidad de sus declaraciones. Pero para la fiscalía y el tribunal rigen otras reglas: no pueden afirmar nada de lo que no tengan pruebas. Suena mucho más fácil de lo que es. Nadie es tan objetivo como para poder distinguir siempre entre una conjetura y una prueba. Creemos que sabemos algo con certeza, nos dejamos llevar empecinados en ello y a menudo resulta todo menos fácil encontrar el camino de vuelta.
En nuestros días, los alegatos han dejado de ser decisivos para la resolución de un juicio. Fiscalía y defensa no se dirigen a un jurado sino a jueces y escabinos. Cualquier voz impostada, cualquier amago de desgarrarse el pecho, cualquier formulación alambicada se consideran inaceptables. Los grandes discursos finales son cosas de los siglos pasados. A los alemanes ya no les gusta la grandilocuencia, han tenido demasiada.

(Ferdinand von Schirach, Crímenes, “El etíope”, Barcelona, Salamandra, 2011)

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