El paisaje
tenía ese aspecto luminoso del Central Valley. Algunos pinos. Robles. Huertas.
Granjas. Soleado y plácido. Condujeron en dirección sur, dejando atrás Oroville
y buscando un centro comercial. Las señales de velocidad máxima marcaban ciento
veinte kilómetros por hora. Luntz no pasó del límite. Tenía su ventanilla
entreabierta para expulsar el humo del cigarrillo lejos de la cara de Anita.
—Un tío
que trabajaba en un casino de Las Vegas me contó una vez la historia de un
hippie que había conocido —dijo Luntz—. El hippie llegó del desierto en plena
noche, entró todo desgarbado en el casino con unas sandalias huaraches, una
camiseta desteñida y unos pantalones anchos estilo hindú, se fue a la mesa de
la ruleta, buscó en el monedero que tenía sujeto al cinturón y sacó una moneda
de un cuarto de dólar. Puso la moneda sobre el negro. La bolita cayó en el
veintidós negro. Jugó otra vez y volvió a doblar, a continuación cambió al
rojo, dobló su dólar, se llevó sus dos dólares al blackjack y ganó diez
partidas seguidas, doblando cada vez. Diez seguidas. Como lo oyes. Dos mil
cuarenta y ocho dólares. Recogió sus fichas y se fue a jugar a los dados y se
puso a apostar con el que los tiraba, el doble de todo lo que el otro apostara.
Al cabo de dos horas la casa estaba controlando sus movimientos y lo estaban
invitando a comida gratis y ya lo tenían borracho a base de copas gratis, pero
él seguía jugando a los dados, rodeado de una multitud, apostando doscientos
por tirada. Hacia las tres de la mañana había acumulado más de seis de los
grandes a partir de una inversión inicial de venticinco centavos. Y de pronto,
en cuatro o cinco apuestas grandes… lo perdió todo. Se quedó ahí pensando un
momento… rodeado de gente que lo miraba… Se quedó ahí… todo el mundo le
gritaba: “¡Otra moneda! ¡Otra moneda!”. El viejo hippie negó con la cabeza. Y
salió dando tumbos de vuelta al desierto, después de una noche increíble en un casino
de Las Vegas. Una noche de la que todavía se habla. El coste total fue de
veinticinco centavos. Una noche que no olvidará en la vida.
—Para ser
alguien que no bebe café —dijo Anita—, le das a la lengua que da gusto.
—Me distrae
de pensar en otras cosas.
—¿Como
qué?
—Como
quién eres tú y qué coño quieres.
(Denis
Johnson, Que nadie se mueva, Barcelona,
Mondadori, 2012, pg 72)
No hay comentarios:
Publicar un comentario