martes, 1 de mayo de 2012

A quarter


El paisaje tenía ese aspecto luminoso del Central Valley. Algunos pinos. Robles. Huertas. Granjas. Soleado y plácido. Condujeron en dirección sur, dejando atrás Oroville y buscando un centro comercial. Las señales de velocidad máxima marcaban ciento veinte kilómetros por hora. Luntz no pasó del límite. Tenía su ventanilla entreabierta para expulsar el humo del cigarrillo lejos de la cara de Anita.
—Un tío que trabajaba en un casino de Las Vegas me contó una vez la historia de un hippie que había conocido —dijo Luntz—. El hippie llegó del desierto en plena noche, entró todo desgarbado en el casino con unas sandalias huaraches, una camiseta desteñida y unos pantalones anchos estilo hindú, se fue a la mesa de la ruleta, buscó en el monedero que tenía sujeto al cinturón y sacó una moneda de un cuarto de dólar. Puso la moneda sobre el negro. La bolita cayó en el veintidós negro. Jugó otra vez y volvió a doblar, a continuación cambió al rojo, dobló su dólar, se llevó sus dos dólares al blackjack y ganó diez partidas seguidas, doblando cada vez. Diez seguidas. Como lo oyes. Dos mil cuarenta y ocho dólares. Recogió sus fichas y se fue a jugar a los dados y se puso a apostar con el que los tiraba, el doble de todo lo que el otro apostara. Al cabo de dos horas la casa estaba controlando sus movimientos y lo estaban invitando a comida gratis y ya lo tenían borracho a base de copas gratis, pero él seguía jugando a los dados, rodeado de una multitud, apostando doscientos por tirada. Hacia las tres de la mañana había acumulado más de seis de los grandes a partir de una inversión inicial de venticinco centavos. Y de pronto, en cuatro o cinco apuestas grandes… lo perdió todo. Se quedó ahí pensando un momento… rodeado de gente que lo miraba… Se quedó ahí… todo el mundo le gritaba: “¡Otra moneda! ¡Otra moneda!”. El viejo hippie negó con la cabeza. Y salió dando tumbos de vuelta al desierto, después de una noche increíble en un casino de Las Vegas. Una noche de la que todavía se habla. El coste total fue de veinticinco centavos. Una noche que no olvidará en la vida.
—Para ser alguien que no bebe café —dijo Anita—, le das a la lengua que da gusto.
—Me distrae de pensar en otras cosas.
—¿Como qué?
—Como quién eres tú y qué coño quieres.

(Denis Johnson, Que nadie se mueva, Barcelona, Mondadori, 2012, pg 72)

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