Subes por
la carretera negra y mojada hasta un edificio alargado y gris, moderno y con
barrotes en las ventanas. Aparcas y sales a la luz fría y deprimente, al
aguanieve y la lluvia. Llamas a un timbre y esperas en la puerta metálica del
edificio principal. Se oye un chasquido fuerte y luego una alarma. Abres la
puerta y entras en una jaula de acero. Enseñas la tarjeta plastificada al funcionario
que está al otro lado de los barrotes con una porra negra y reluciente. Se abre
otra puerta. Suena otra alarma y llegas a la zona de recepción. Otro guardia te
entrega un papel con un número. Señala con la cabeza hacia un banco y te
sientas entre una pareja de ancianos y una mujer con un niño que está llorando.
Te sientas
y esperas en la sala gris y húmeda, gris y húmeda porque huele a gente que ha
recorrido cientos de kilómetros por carreteras grises y húmedas para que unos
hombres gordos con uniformes grises y húmedos y porras negras y relucientes les
ordenen que esperen en asientos grises y húmedos sólo para recibir más malas
noticias, grises y húmedas, mientras se abren cerrojos y cerraduras y suenan
alarmas y se dicen números en voz alta y la pareja de ancianos se levanta y
vuelve a sentarse y el niño sigue llorando hasta que una voz desde un mostrador
que está junto a la puerta grita: “Veintisiete”.
El niño ha
dejado de llorar y su madre te está mirando.
—¡Veintisiete!
Te
levantas.
—¡Número
veintisiete!
Te
presentas en el mostrador de recepción:
—John
Piggott. Vengo a ver a Michael Myshkin.
(David Peace, 1983, Barcelona, Alba Editorial, pg 25)
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