Me
desperté de rodillas, con las manos unidas en actitud de oración, entre las
sombras y el silencio total de la noche, la casa oscura y en silencio, y agucé
el oído para oír algo, lo que fuera: las pisadas de un animal o de un pájaro,
un coche en la calle, una botella de leche en la puerta, el golpe seco del
periódico en el felpudo, pero no se oía nada, sólo el silencio, las sombras y
el silencio total, y me acordé de cuando las cosas no eran así, porque no
siempre habían sido así, de cuando había pisadas humanas en las escaleras, pies
de niños, el estampido de una pelota contra un bate o una pared, el estallido
de una pistola de juguete o de un globo explotado, timbres de bicicletas y el
timbre de la puerta, risas y teléfonos sonando en las habitaciones, los olores,
los ruidos y los sabores de las comidas que se preparaban, se servían y se
comían, de las bebidas que se servían, de los vasos que se levantaban y de los
brindis de los hombres borrachos con cigarros en la mano y chaquetas de
terciopelo negro, de sus mujeres con sus copas de jerez y sus trajes de fiesta,
la habitación de invitados para las largas noches de verano cuando nadie estaba
en condiciones de conducir, cuando nadie podía irse, hasta la última vez, la
última vez cuando sonó el teléfono y el silencio se instaló para siempre, el
silencio que seguía conmigo en ese momento, tumbado entre las sombras y el
silencio total de una casa oscura y vacía.
(David
Peace, 1983, Barcelona, Alba
Editorial, pg 491)
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