Recordó
que, en cierta ocasión, Ryder había hablado de este asunto. Por aquel entonces,
más que agradecerla, le había alarmado la previsión de Ryder.
—No veo
por qué han de encontrarme —le había dicho a Ryder—. Puedo permanecer en tu
casa.
—Quiero que
estés en la tuya. Cualquier cosa que se saliese de lo corriente les haría
sospechar.
—Tendré
que inventar una coartada.
Ryder
meneó la cabeza.
—Investigarán
más a fondo los detalles de aquellos que presenten coartadas que los de quienes
no la tengan. La mayoría de las personas a quienes interroguen no
tendrán coartada; por consiguiente, te perderás entre ellas. Tienes que decir,
simplemente, que pasaste una parte de la tarde dando un paseo y otra parte
leyendo un libro o echando una siesta; y no precises demasiado las horas.
—Pensaré
un poco sobre lo que tengo que decir.
—No. No
quiero que lo ensayes; ni siquiera has de pensar en ello.
—Podría
decir que me enteré por la radio y que estoy horrorizado...
—No. No es
necesario alardear de espíritu justiciero. De todos modos, tus opiniones les
tendrían sin cuidado. Investigarán a centenares de personas por mera rutina.
Piensa sólo que serás uno entre una larga lista de nombres.
—Lo dices
como si fuera una cosa fácil.
—Y lo es
—dijo Ryder—. Ya lo verás.
—Sin
embargo, me gustaría pensarlo un poco.
—Nada de
eso —dijo Ryder, con firmeza—. Ni ahora, ni cuando todo haya terminado.
(John
Godey, Pelham uno dos tres,
Barcelona, Mondadori, 2009)
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