No era la
primera vez que vendía. En Guanatos burreaba mota; me la daban en el centro y
la llevaba en moto hasta Chapala, con unos gringos, pero un día me torcieron
unos federales y me quitaron todo. Pinches ojetes.
Akira
contestó un anuncio que pusimos en la Time Out. Venía
llegando de Hiroshima quesque a estudiar administración. “No mames, ¿a poco
todavía existe Hiroshima?”, le pregunté. “No, pos que sí”, me dijo. Luego luego
que llegó el pinche Ian le forjó un marranote de la mota que le traían de
Afganistán. A mí ya no me gusta la pacheca, pero la neta es que ese pinche
grifa pone cabrón. Más que la
de Acapulco o la de Michoacán. Se han de mear encima o sabe qué
madre le echen.
Mientras tanto yo seguía conectando las
pastillitas. “¿Y cómo se llama esto?”, le pregunté al primo de Omar. “No, pos
que se llama Nuke, Buzztard, Efedrona, como tú quieras”, me dijo.
Aunque la
Druuna no se murió, no metí la chingadera luego luego; anduve limpio unos meses
porque al Didier, un negrito haitiano que trabajaba con nosotros en el bar lo atropelló
una camioneta sobre Albany Road, frente a Burgess Park, por venir bien puestote.
Lo hizo cagada.
Esas cosas
sí acalambran.
(Bernardo
Fernández, Bef, Hielo negro, México, Grijalbo, 2011, pg 56)
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