jueves, 7 de junio de 2012

Chavos hablan en Londres (o la vida más allá de la RAE)


No era la primera vez que vendía. En Guanatos burreaba mota; me la daban en el centro y la llevaba en moto hasta Chapala, con unos gringos, pero un día me torcieron unos federales y me quitaron todo. Pinches ojetes.
Akira contestó un anuncio que pusimos en la Time Out. Venía llegando de Hiroshima quesque a estudiar administración. “No mames, ¿a poco todavía existe Hiroshima?”, le pregunté. “No, pos que sí”, me dijo. Luego luego que llegó el pinche Ian le forjó un marranote de la mota que le traían de Afganistán. A mí ya no me gusta la pacheca, pero la neta es que ese pinche grifa pone cabrón. Más que la de Acapulco o la de Michoacán. Se han de mear encima o sabe qué madre le echen.
 Mientras tanto yo seguía conectando las pastillitas. “¿Y cómo se llama esto?”, le pregunté al primo de Omar. “No, pos que se llama Nuke, Buzztard, Efedrona, como tú quieras”, me dijo.
Aunque la Druuna no se murió, no metí la chingadera luego luego; anduve limpio unos meses porque al Didier, un negrito haitiano que trabajaba con nosotros en el bar lo atropelló una camioneta sobre Albany Road, frente a Burgess Park, por venir bien puestote. Lo hizo cagada.
Esas cosas sí acalambran.

(Bernardo Fernández, Bef, Hielo negro, México, Grijalbo, 2011, pg 56)

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