Cuando se
terminaron la oscuridad y el silencio, estaba en la ladera, de pie junto al
edificio y oyendo el río, y ahora tenía agudizados los sentidos. Oyó que se
cerraba la portezuela de un coche. Oyó que arrancaban el motor. Un momento más
tarde estaba otra vez delante del restaurante, amartillando la escopeta y
apretando el gatillo hasta quedarse sin balas. Vio que las luces traseras del
coche se alejaban parpadeando por la carretera entre los árboles.
Estaba
temblando de pies a cabeza. El aire le entraba y le salía a empujones de los
pulmones. Giró el arma a un lado y al otro. Cuando tocó el cañón, alguien dijo
“¡Hostia!”, y él se preguntó quién estaba hablando, y la persona dijo
“¡Mierda!”, y entonces se dio cuenta de que era él mismo.
Oyó una
sirena que se acercaba y sonaba cada vez más fuerte, pero resultó ser el
aullido de una voz humana.
La puerta
del restaurante estaba abierta. Él la cruzó gritando “Eh, eh, eh…”, no sabía
por qué.
Sally Fuck
se levantó detrás de la barra del restaurante, aullando como una sirena y con
las manos empapadas en sangre.
(Denis
Johnson, Que nadie se mueva, Barcelona,
Mondadori, 2012, pg 125)
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