Me senté
en el pequeño muro, asiento favorito de numerosos grupos de borrachos. Los brebajes
de mala muerte que circulaban por aquí no venían en una elegante botella ni se
almacenaban en los bares de moda. No, era auténtico matarratas, lo que en el
sureste de Londres llamaban «Jack» o «Dama Blanca», alcoholes desnaturalizados
con una graduación del cien por ciento. Yo los había probado en raras
ocasiones.
Dejé que
mi mente se desplazara a los libros. Tommy Kennedy había dicho:
—Habrá
momentos en los que tu único refugio serán los libros. Entonces leerás en
serio, como si tu vida dependiera de ello.
Mi vida y
desde luego mi salud mental se habían refugiado en la lectura a lo largo de un
millar de días oscuros. Decidí echar mano de James Sallis y su biografía de
Chester Himes. Había releído toda la obra de David Gates.
Su Jernigan habría sido mi vida si hubiera tenido una educación
formal. Oí decir:
—¡Jack!
Dejé de
pensar en todo eso, miré a Keegan. Preguntó:
—Hostias,
Jack, ¿adonde te habías ido?
—Estaba
aquí.
—Por tus
ojos no lo parecía. Déjame que te diga una cosa, compañero, vas a tener que
dejar esas golosinas de la nariz; te van a freír el cerebro.
—Estaba
pensando en libros.
—Insisto
en lo que te acabo de decir.
(Ken
Bruen, La matanza de los gitanos, Salamanca,
Tropismos, 2006)
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