La calle
era apenas frío y soledad a las cuatro de la mañana. Caminaron despacio y en
silencio hacia el auto estacionado a media cuadra. Había algo de rito lúgubre
en esa repetición de lo que había vivido unos días atrás: los dos saliendo al
amanecer de un hospital, aplastados por la angustia y la tristeza. Sin embargo,
estaba tan lejana la otra madrugada, empezaba a ser tan borrosa la imagen de
Celco apretando mientras moría la mano de la mujer que ahora estaba a su lado.
Se preguntó qué había sucedido en esos pocos días —además de ese acontecimiento
fatal, definitivo que era la muerte del otro— para que todo le pareciera tan
distinto, como ajeno. Y por qué sentía que la mayor parte había pasado dentro
suyo si el seguía siendo lo que era la noche de ese domingo: un cuarentón
cualquiera, tímido, indeciso, insatisfecho; marido en fin, empleado con doce
años en la empresa. La misma cara seria, indefinida y tosca que la mujer miró apenas
cuando se lo presentaron y olvidó en cuanto él se dio vuelta y empezó a caminar
hacia la escalera.
(Rubén Tizziani, El desquite, Buenos Aires, Emecé, 1978, pg 180)
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