La
residencia de ancianos estaba en una calle retirada, en el camino de regreso al
mar. Tuve que pedir indicaciones sobre la dirección. Un anciano con una gorra
de tela estaba sentado en un banco, oteando el horizonte. Cuando le pregunté,
pensé que no me había oído, y a punto estaba de repetirlo cuando se aclaró la
garganta y escupió una flema peligrosamente cerca de mi zapato.
—No
quieres ir a ese sitio, hijo.
¡Hijo!
La siempre
presente rabia, hirviendo a fuego lento constantemente, casi salió a la
superficie. Quería gritarle: “A ver, bastardo estúpido, no juegues conmigo”.
Me miró,
matices amarillos en el blanco de sus ojos. Su nariz parecía estar colapsada.
—¿Sabes
qué edad tengo? —me preguntó.
Como si me
importara una mierda.
—No tengo
ni idea —contesté.
Se aclaró
la garganta y me aparté un poco, pero el escupitajo no llegó. Quizás no le
quedaba nada más. Respondió por mí.
—Demasiados
malditos años, esos son los que tengo. Vivo con mi hija, ella me odia, y tengo
que pasar fuera todo el día. ¿Sabes lo difícil que es matar el tiempo?
Lo sabía.
El viejo
levantó el brazo, mostrando puños deshilachados bajo su chaqueta de cuadros y…
gemelos. ¿Todavía hay alguien que los use? Señaló con el dedo, graznando.
—La
residencia que buscas está por allí, el segundo cruce a la derecha.
—Gracias.
Sentí la
necesidad de acercarme, de tocar su huesudo hombro, de ofrecerle algún
consuelo. Pero, ¿qué clase de mentira podría venderle? Dejé la tarta de manzana
en el banco, junto a él, pero la ignoró.
—¿Tienes
familia en ese agujero? —preguntó.
—A mi
madre.
Asintió,
como si hubiera oído todo tipo de historias horribles. Me volví para marcharme
y él me llamó.
—Hijo.
—Sí.
—¿Quieres
hacer un favor a tu madre?
¿Quería?
—Sí.
—Pon una
almohada sobre su cabeza.
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